“Mandá foto de vos en el paraíso”, me pidió mi hermano. Todavía no llego. Estoy en Tailandia, en Bangkok, pero lejos de la imagen estereotipada que anhelamos ver ni bien pisamos la tierra Thai. Me despierta muchas cosas, a excepción del sentimiento de estar en el paraíso, en una prístina naturaleza, de mar y playas, como la que podríamos imaginar. Simplemente y antes que nada, por el implacable hecho de que no es una ciudad costera -también lo supe poco antes de venir-.
La recepción en el gran aeropuerto consistió en ir y venir unas siete veces hasta encontrar el “Chequeo Sanitario” donde sellaban mi entrada al país libre de fiebre amarilla, tras presentar mi certificado de vacunación. Como encontré unas argentinas en el camino, hicimos una alianza estratégica que incluía cooperación y taxi.
En la fila para los trámites migratorios, una dulce voz femenina nos deleitaba con la popular canción del Guardaespaldas. Bien Thai la bienvenida. A la vez, leía un llamativo aviso en rojo: “Prohibido utilizar la imagen de Buda con fines no sagrados. No comprarlo ni venderlo”.
Tomamos un taxi y me bajé del auto antes que las otras argentinas. Alcanzamos a intercambiar rápidamente nuestros nombres de pila, hostels y un buena suerte para el viaje. Tengo la sensación de que me falta algo.
Me abre la puerta del hostel el que yo bauticé: Sr. Sonrisín. Ahora sí cobraba sentido el dicho de que Tailandia es la tierra de sonrisas. Luego, una sorpresa, me asignaron una cucheta de unos 3 metros de alto, por tanto expreso mi frustración a Sonrisín y me dice que es lo que indica mi compra, y lo es...
Subo, y despliego en forma rebelde todas mis cosas sobre una de las camas de abajo en la que parecía no haber nadie aún. Pero a poco tocan, es el Sr. No Sonrisín: “Es nuestra política complacer a nuestro cliente -con voz de sincera preocupación- le voy a dar una cama abajo en una habitación compartida pero que ahora está vacía”.
Mi nueva habitación, disponible para mí y mi cansancio. Ahí me di cuenta: además de descanso, lo que me falta es ¡mi colchoneta de yoga en su porta mat! ¡En el taxi! Bajo corriendo a la recepción. Por favor, me olvidé algo en el taxi. (Idea uno) - Necesito contactar al taxista quien hizo una llamada desde su celular al hostel para preguntar la dirección.
No hay forma de contactarlo, no figura su número porque llamó a un teléfono fijo. (Idea dos) -Podría llamar al hotel al que se dirigía el taxi a dejar a las argentinas. Consigo el número, me comunico.
-Necesito hablar con dos huéspedes argentinas.
-Apellido.
-No lo sé, sólo recuerdo el nombre de una, pero seguramente acaban de hacer el check-in.
-A ver, chicas, disculpen, ¿ustedes son argentinas?
Así fue, di con ellas, tenían mi colchoneta. Le sigue una merecida ducha a esta noche. Miro mis pies y veo -más bien no veo- mis tobillos.
¿Me habrán quedado también en el taxi? El resultado de 48 horas de viaje de las cuales pasé sentada y acorralada en asientos milimétricos de avión aproximadamente unas 30. ¡Cómo no esperar que parezcan patas de elefante entonces?
Necesito comida. Me indican que a 15 minutos está el Barrio Chino. Camino por calles desoladas y negocios cerrados pero como si estuviera programado, empiezan a asomarse luces, rojas, amarillas, estridentes, gente, olores, comida. Una calle Corrientes de Buenos Aires pero en su versión asiática, en vez de estar repleta de teatros y librerías, puestitos de comida uno encimado y seguido de otro, con mesitas y sillas en la calle, donde pareciera que le han quitado legitimidad a cualquier restaurante. Recorro y encuentro un 95% de población local.
¿China? ¿Tailandesa? ¿Ambas? Misterios todavía por develar. Otra vez los olores: mezcla de desechos, calamares fritos, jugos de granada y coco, y mango fresco. Dudo. Tengo mucho hambre. Fuentes conocedoras me sugirieron no comer en los puestos callejeros ante posibles intoxicaciones.
Algo así como pedirle a un niño que no pruebe un dulce en “Dulcelandia”. Doy vueltas, mi panza me exige alimento. Finalmente, veo en una esquina que, a diferencia del resto, un puesto tiene “personal” con uniforme y todo, con menúes con fotos y traducciones del chino al inglés. Por lo menos sabré lo que voy a comer. Me siento y pido un típico plato Thai de arroz frito con huevo y camarones, y agua de coco para tomar. Todo por menos de 60 pesos argentinos. Sonrío cual Sonrisín.
Primer día en Bangkok
Despierta desde las 5.20 am, me esfuerzo a permanecer en la cama unos 20 minutos. Me levanto, por supuesto que ya es de día. Debe ser la adaptación horaria la que me afecta. Aprovecho la ocasión para hacer mi práctica de meditación y yoga.
Desayuno lo que pudo ser comprensible para mi vendedora: un batido de frutillas con hielo y un sandwich de queso, tomate y aceitunas negras. Me dispongo a conocer algo de la ciudad. Dar vueltas, sin plan fijo ni templo. Me siento muy recién llegada como para estar a la altura de entrar a uno. No quiero hacerle eso a Buda. Me lo prohibieron en el aeropuerto.
Gracias a algunas lecturas rápidas de blogs de viajeros generosos que comparten experiencias, sabía que una linda opción para trasladarse por la ciudad era en bote. Atravesada de norte a sur por el río Chao Phraya, Bangkok alivia su insoportable calor con un paisaje ribereño. Súper barato, ágil, práctico y divertido, la embarcación me trasladó varios kilómetros, que ahorraron energía y sudoración excesiva.
No ingresé a ningún templo, aunque estuviesen ahí tan a la vista, tan esperando ser visitados, tan recurrentes, casi uno por cuadra, como las farmacias en Argentina. Me dediqué a recorrer, ubicarme en el mapa, procurar caminar bajo cualquier sombra a la vista, almorcé un salteado de wok de fideos de arroz con huevo, vegetales, tofu, brotes de soja y maní molido. también averigüé posibles visitas para los días subsiguientes, cuando decidiera animarme a Buda.
Impresiones
¿Qué veo en forma recurrente en las calles de Bangkok? Templos. Tiendas que ofrecen masajes Thai. Tiendas de ropa a medida (¿?). Tuk-Tuks, un tipo de taxi-carro de tres ruedas, tipo moto con una caja atrás, muy típicos. Personas caminando con barbijos. Otras con unas llamativas remeras amarillas con una inscripción en tailandés y traducido al inglés: “Bike For Dad” = Andemos en Bicicleta por Papá. Aún por investigar de qué se trata.
Cuando en el bote que me traía de regreso a casa le pregunté a una mujer que vestía esa remera de qué se trataba, primero me sonrió (respuesta frecuente entre los tailandeses), luego me habló en tailandés, le dije que no entendía, siguió sonriéndome, algo logré captar, eran remeras gratuitas. Le dije que no entendía quién era papá, ¿Es el rey? Asintió. Y sonrió. Otro dilema a investigar. ¿El Rey Padre? Qué extrañeza, un paternalismo real.
Investigo: Google me arroja que se trata de una bicicleteada colectiva que tuvo lugar a principios de diciembre cuando fue el cumpleaños número 88 del Rey de Tailandia, Bhumibol Adulyadej. Que su majestad el Rey es reconocido como el “padre de la nación tailandesa” y que en su cumpleaños también se celebra el Día Nacional de Tailandia y el Día Nacional del Padre.
“Bike for Mom” fue un evento de agosto pasado, en honor al cumpleaños número 83 de la Reina, Sirikit. En ambos participaron más de 100.000 personas y el motivo fue la reconstrucción de la unidad nacional tailandesa, tras sucesivos golpes de Estado.
"Merci, merci"
El personaje urbano del día es un simpático habitante, quien, en la espera para cruzar la calle en una senda peatonal en la que no había semáforos (parece ser normal en Bangkok) donde millares de autos, motos y Tuk-Tuks andan desenfrenadamente, por lo que la espera puede dar lugar a un diálogo con un desconocido. Me preguntó de dónde venía y respondí de Argentina, en inglés. Sonriente y con gesto de aprobación, me tendió la mano mientras me decía “Merci, merci!”. Respondí con otro “mercí”. Tal vez se trataba de una costumbre un tanto extraña de los tailandeses de saludar en francés.
Unas siete horas después, me detengo a mirar un mapa de mano que oportunamente está colgado con un clavo en un árbol en una esquina estratégica donde varios turistas se paran para ubicarse. Se me acerca un hombre y con buena onda, me indica por dónde continuar para encontrar la estación de botes. _ ¿De dónde sos? -Argentina, respondo, ahí caí en la cuenta que su rostro me resultaba familiar. Y nuevamente y contento me tendió la mano, a lo que también respondí, mientras otra vez, me decía sonriendo “Merci, merci!”.
–Mis hipótesis fueron: O creía que en Argentina se habla francés, o que Argentina era Francia, o no tenía idea qué era Argentina o qué idioma se hablaba allí, o simplemente ésas eran las únicas palabras en lengua extranjera que conocía y estaba orgulloso de pronunciarlas en cada diálogo con un extranjero-. Esta vez me reí y le dije “Gracias”.
¿Y la colchoneta? Misión de rescate cumplida. Cuando fui a buscarla al hotel de las argentinas, estaba ahí, a la vista, con una notita: “Lucila: Que tengas buen viaje y encuentres bella gente en tu camino. Valeria”
Lucila Voloschín es socióloga, actualmente cursa una Maestría de Psicología Social, es instructora de Yoga deportivo y viajera incansable. Llegó a Tailandia
becada en un programa de Meditación y Desarrollo Personal (Meditación, Filosofía Budista, Resolución de Conflictos, Paz interior y Paz Mundial Sostenible) organizado por Peace Revolution, proyecto de la ONG internacional World Peace Initiative. En los próximos relatos contaremos más sobre esto.