Nací en Mendoza, pero mi historia y mis raíces también están unidas a Tucumán. Mi mamá es de allí y con más de 36 años viviendo en Cuyo, su acento norteño se mantiene indeleble al paso del tiempo. Allí conoció a mi papá quien dejó su Mendoza natal para ir a estudiar Derecho a la Universidad Nacional de Tucumán, aquella que fundara, hace ya más de un siglo, el ilustre y multifacético Juan B. Terán y cuyo alto nivel académico ha sido orgullo nacional. Con profesores de la talla jurídica de Fernando Justo López de Zavalía o Werner Goldschmidt y de sabios versados simultáneamente en ramas de la ciencia muy dispares, como es el caso de Miguel Lillo, autodidacta autor del Genera Plantarum, de consulta obligada aún hoy para fitólogos y zoólogos de todo el mundo y de cuyas aulas han surgido egresados de las dimensiones del pediatra y filántropo Abel Albino; del arquitecto César Pelli, autor de las Torres Petronas de Kuala Lumpur-que hasta 2003 fueron los edificios más altos del mundo- o del historiador, académico nacional y escritor, Carlos Páez de La Torre, o los integrantes del equipo científico que desarrolló la Leche Bio (alimento que combate la desnutrición, cura la gastroenteritis y previene la osteoporosis, entre otros beneficios para la salud) equipo al que tengo el orgullo de decir que pertenece una prima mía, Elvira Hebert, por mencionar sólo algunos de los célebres egresados.
Como sucede en muchas de nuestras provincias, en Tucumán también hay una plaza que funciona como eje neurálgico de la ciudad. En este caso y, no podía llamarse de otra manera, se trata de la Plaza de la Independencia en cuyo centro destaca la Estatua de la Libertad (obra de la avantgarde tucumana Lola Mora). Frente a la plaza se encuentra la Iglesia Catedral, diseñada por el arquitecto francés Pierre Dalgare Etcheverry e inaugurada a principios de la segunda mitad del siglo XIX por el gobernador Celedonio Gutiérrez y en cuya primera misa pronunciara su famoso sermón Fray Mamerto Esquiú, el célebre cura franciscano que hoy transita -como Brochero- a los altares. Cuando sus cúpulas acebolladas, de notable inspiración eslava, reflejan en el esmalte terracota de su cubierta los rayos del amanecer, dando a toda la plaza un tono broncíneo y fulgurante, se suman al efecto las columnas del mismo metal de la Casa de Gobierno, situada diagonalmente opuesta.
Flanqueada, de un lado por el Convento de San Francisco -Monumento Histórico Nacional- de lograda arquitectura y cuyo interior y jardín del claustro, bien valen la pena visitar y por el otro, por la alargada Casa de Padilla, de un ecléctico estilo colonial italianizante y cuyo último habitante fuera Ernesto Padilla, primo cercano de mis abuelos y destacada personalidad del ocaso de la generación del ochenta. Justo enfrente, sobre la plaza, un monolito indica que allí -en un apica- estuvo clavada en 1841, la cabeza del joven pensador Marco Avellaneda, impulsor de la Liga del Norte contra Rosas y figura romántica y malograda de una de las generaciones más trágicas de nuestra historia.
En estas fechas y estando muy lejos se me hace imposible no acordarme de Tucumán. De sus avenidas floridas de jacarandás y lapachos cuando comienza a sentirse la primavera -que aquí es antes que en Mendoza- y ya en agosto, los colores explotan haciendo de la Avenida Aconquija - aquella que une San Miguel, la ciudad capital, con Yerba Buena- una florida pasarela, donde un lila intenso se apodera de las copas de los árboles, como en un cuadro impresionista.
De Tucumán conozco sus cerros de un verde penetrante, su agobiante calor veraniego y también sus lluvias que, a diferencia de Mendoza, no paralizan la ciudad, acostumbrada de siempre en su quietud que se recuesta en las serranías cubiertas de árboles centenarios, a la escorrentía permanente de las gotas habituales. Conozco el centro y las afueras, y conservo postales mentales de Tafí del Valle, San Javier y Villa Nougués.
He probado sus manjares, desde los que se disfrutan al paso, como el panchuque o el sándwich de milanesa hasta algunos más elaborados y tradicionales, como son los tamales y la humita y, por supuesto, sus sabrosas empanadas para confirmar-cada vez que doy un bocado- que empanadas hay en toda la Argentina pero las mejores están en Tucumán. No en vano existe un Campeonato Nacional -dedicado a este plato insignia de la gastronomía argentina- que se lleva a cabo cada año en el pueblo de Famaillá.
No me llaman la atención los varitas -personas que manejan el tránsito desde las alturas de unas estructuras metálicas- que por haberlos visto sólo aquí, ignoro que dicho oficio exista en otro lugar y conozco ese léxico tan particular que incluye palabras que al oído ajeno resultan casi extranjeras como 'pata pila', 'chango', 'ite', 'yantiar' y que los lugareños han dado en llamar tucumano básico, un geolecto que se habla sólo aquí, pero que se hace necesario para cualquier intercambio social en estas tierras, desde un asado familiar, hasta preguntar una dirección o ir a comprar. Y aunque el humor cordobés tiene fama nacional, quien ha escuchado el ingenio chispeante del humor tucumano, sabe que no se quedan atrás.
Aprendí que de "casitas" de Tucumán, está llena la ciudad, pero que Casa Histórica hay una sola y que fue allí -en esa solariega casona- donde tuvo lugar la Declaración de Independencia. Si antes de partir al receso de invernal, en mis estudios infantiles, pintaba y coloreaba la casa de paredes blancas y (en aquel entonces) de puerta y ventanas verdes; cuando llegaba al norte tenía la oportunidad de verla en primera persona. La primera vez, me desilusioné de su tamaño. En nuestros días, en su interior se desarrolla un espectáculo de Luz y Sonido, que teatraliza -con un juego de luces multicolores, voces y otros sonidos, coordinados mediante un procesador- el juego de los acontecimientos que culminaron con el nacimiento de la Nación Argentina ( http://www.tucumanturismo.gob.ar/index.php).
Hoy, la capital de la provincia dormita sus recuerdos gloriosos, respaldada en el alpapullo -manta de nubes en quechua- acojinado en las serranías del Aconquija y con sus pies sobre el Parque 9 de Julio de estilo diametralmente opuesto al nuestro, pero obra del mismo autor, el insigne paisajista francés Jules Charles Thays. En su interior oval y amplio, se conservan hermosas y variadas estatuas en geometrías cuidadas pero exuberantes; el Lago San Miguel, la Casa del Obispo Colombres, Monumento Histórico Nacional y ejemplo notablemente conservado de la arquitectura sólida de principios del Siglo XIX. En el parque, además, se encuentra un curioso Anfiteatro de Narciso, pequeña construcción semicircular, que permite, al orador situado en su centro, escuchar su voz amplificada por efecto acústico del propio diseño.
Amable, apacible a veces caótica y siempre florida, así es Tucumán. El Bicentenario me llamó a pensar nuestra historia como país aunque también la personal. Así recordé que un pariente participó -ni más ni menos- de la Declaración de Independencia. Se trataba de José Eusebio Colombres y Thames -quien fue clérigo y Doctor en Leyes hermano de un tatarabuelo materno, introductor de la industria azucarera y autor personal de la primera zafra tucumana en su jardín doméstico y que, aunque nacido en la provincia más pequeña del país, fue electo diputado por Catamarca - de donde fuera párroco esforzado- para el Congreso de Tucumán. Una razón más para enorgullecerme de mis raíces norteñas.