"Nada se acaba en este plano", le dijo el artista plástico Fausto Caner a este diario, en 2017. Acababa de cumplir 71 años y la reflexión sobre la muerte lo habrá ocupado largamente, hasta que ayer se lo llevó: "Nada se acaba en este plano. Volvemos a la vida de muchas formas", pensaba.
La partida de este pintor, escultor y maestro de maestros deja un gran dolor en la comunidad artística mendocina, que lo despidió con sensibles recuerdos. "Chau, mi amado Fausto Caner. Hoy empezamos a celebrar tu vida, amigo y maestro", escribió en sus redes Osvaldo Chiavazza, quien fue hasta sus últimos días un amigo cercano, además de discípulo.
Caner había nacido en Trevisto (Italia) en 1947, aunque llegó a nuestra provincia con apenas cuatro años. Primero en San Rafael, después en Capital, desde niño sintió la necesidad de expresar a través de la materia. Cuando niño, solía pasar largas horas en el taller de su padre Elso, quien era ebanista y pintor. Pensó en ser arquitecto y lo descartó, porque ya adolescente supo que las artes plásticas serían lo suyo. Aunque siguió vinculado a las artes del espacio: fue uno de los escultores (y pintores) más cautivantes de la provincia.
Expuso en salas nacionales desde 1971, y entre las distinciones logradas por su obra se cuentan el Primer Premio Salón Nacional de Artes Plásticas, 1972. Sus innumerables muestras fueron montadas en Chile, Italia, España y Estados Unidos.
Caner también fue docente, y no solo en ámbitos académicos. Dio clases de dibujo técnico en el neuropsiquiátrico "El Sauce", en la escuela de educación especial Schweitzer y en barrios precarizados. Pero fue en las aulas de Bellas Artes, donde dictó clases durante 20 años, que cosechó algunas de sus grandes satisfacciones: discípulos y amigos de toda la vida, como Chiavazza y el también escultor Daniel Ciancio, cercanos a él hasta el final. Allí formó a más de 500 alumnos, y reconocía como discípulos también a su hijo Elso Caner, José Lona y Betina Tarquini.
A partir de un proceso profundamente conceptual, Caner planteaba su creación en base a cuatro series temáticas: Americana, Africana, Renacentista y Erótica, incluyendo algunas combinaciones como la afro-americana y la americana-renacentista. En todas ellas había un importante trabajo de lo geómetrico y del color. Se trataba de una labor de síntesis con elementos figurativos que escondían una gran simbología.
El investigador Jorge Gómez de la Torre, en su libro "Cinco vertientes de la plástica mendocina" (Ediciones Museo Emiliano Guiñazú), destacaba el lado místico de su obra: "La atmósfera filosófica de sus obras no obliga a mantener un rigor intelectivo para acceder a los infinitos espacios de sus pinturas. Espacios habitados por personajes tácitos, presencias escindidas en diálogos eternos, personajes aferrados a su soledad, ocultos incluso a la luna".
La luna omnipresente (una suerte de sello propio), sus seres vólatiles, que trataban de despegarse del tiempo y del espacio, y su particular manera de sentar su latinoamericanismo lo volvieron un artista con un estilo fácilmente distinguible, y algunas de sus esculturas en piedra hoy son patrimonio público, como el "Toro" y la "Mujer americana" emplazadas en el Parque Central.
"Todos estamos un poco locos. Al hombre le quedan dos caminos: el arte o la religión", decía. En manos de algunos artistas, el arte mismo puede ser una fe.