Dentro de la cultura argentina, los orígenes de nuestra provincia son bastante sui generis, ya que Cuyo fue el territorio que más conexión directa tuvo con Chile antes de la declaración de la independencia de nuestro país y, dentro de él, particularmente Mendoza.
Lo cierto es que eso influyó muchísimo en el tipo de organización pública que adquirimos dentro del contexto nacional, por una original síntesis que recogió el prolijo institucionalismo chileno, pero sin su inmovilismo ni su énfasis en la jerarquización social, junto a una tendencia a la movilidad social creciente, aunque sin las convulsiones políticas argentinas en sus grados más extremos.
Tal simbiosis fue constituyendo ese conservadurismo progresista con escaso énfasis ideológico que nos caracteriza, más motivado por razones pragmáticas requeridas para una relación fructífera de sus habitantes con los oasis que se fueron forjando en el desierto geográfico y cultural.
El conservadurismo estaba motivado por la prudencia que había que tener ante una tierra tan inhóspita, poco propensa a las revoluciones políticas intensas. Como si no hubiera ni demasiado lugar ni tiempo para ellas. La lucha contra el desierto (primero, para avanzar sobre él y luego, para detener su avance hacia nosotros) no daba lugar para mucho más.
Y, por otro lado, el progresismo tenía que ver con una tendencia constante a la modernización social, ya que la naturaleza inhóspita producía todo tipo de fenómenos naturales que, de modo muy seguido, nos obligaban a volver a empezar, desbaratando casi todo lo construido hasta ese entonces. De lo cual es ejemplo paradigmático el colosal terremoto de 1861, considerado como el más grande del país y uno de los más importantes del mundo, durante todo el siglo XIX.
Todas esas vicisitudes fueron formando el carácter cultural de los mendocinos. Y sus especificidades aún nos siguen rigiendo en la vida en sociedad, la cual goza de las ventajas de esa personalidad, pero también sufre sus faltantes.
La propensión al caudillismo es mínima en relación con las provincias pequeñas y medianas del país. Y las tendencias a la concentración económica poco tienen que ver con el modo en que se fue desarrollando la producción, en particular la agroindustria con su énfasis vitivinícola, donde la pequeña y mediana propiedad se impusieron tanto en la economía como en la cultura de los mendocinos.
Todo esto signó en el siglo XX un modelo agroindustrial y petrolero que forjó una sociedad de clase media con mucha iniciativa. Podría decirse que, en vez de caudillos políticos y patrones de estancia, Mendoza contó con una auténtica burguesía, de la cual se extrajeron políticos de inusual mesura en un país de desmesuras de todo estilo.
La Constitución provincial no sólo puso límites al caudillismo con la limitación a las reelecciones del gobernador (algo que aún se mantiene y a lo cual recientemente se le ha agregado un límite igual de preciso a la reelección de los intendentes, que en los últimos tiempos tendían a formar caudillismos locales contraproducentes). sino que construyó en su esqueleto institucional un mapa preciso del modo en que se debe organizar la vida en común para que lo relacionado con el recurso vital en todo desierto, el agua, sea administrado de un modo lo más despolitizado posible (en el sentido de su partidización) y de una forma originalmente democrática, en la cual los regantes eligen a sus autoridades, mientras que los directivos se designan en fechas distintas a las elecciones políticas convencionales.
Este modelo tuvo grandes logros en el siglo XX, potenciando la provincia como una de las principales del país. Pero quizá, ya entrado el siglo XXI, esté necesitando reformas, tanto para evitar que los nuevos peligros políticos que trae consigo el populismo nos hagan retroceder en el estilo institucional permanente que debemos mantener, como para mejorar algunos aspectos que nos impiden avanzar en un mundo tecnológicamente muy diferentes a los viejos tiempos. Nos referimos en particular a la escasa productividad, en muchos casos, de la pequeña y mediana propiedad agroindustrial, que si no es capaz de integrarse asociándose en unidades mayores no podrá evitar que la concentración oligopólica cambie nuestra estructura productiva negativamente. Porque es cierto que la escala reducida de nuestra agroindustria no es demasiado conciliable con las nuevas modalidades tecnológicas que exigen escalas mayores.
En las últimas décadas el institucionalismo mendocino ha sido más conservador que progresista, pero no por su prudencia frente al ideologismo, sino por su inercia frente al cambio y a la modernización. Las burguesías siguen siendo innovadoras en mucho de lo que producen, pero no avanzan demasiado en nuevos emprendimientos, con lo cual la economía local se ha reducido en el contexto nacional. Y la clase política no ha sabido producir renovaciones significativas ni estadistas del nivel que tuvimos en la segunda mitad del siglo XIX y en bastante tiempo del siglo XX. Académicamente tenemos buenas universidades, pero en vez de dedicarse a la forja de técnicos y científicos para nuestra producción, gradúan sobre todo funcionarios de servicios.
En fin, falta recuperar una mística, una simbiosis entre economía y política que supimos tener y que hoy nos está faltando.
Los vicios de la política nacional de las últimas décadas se han intentado introducir en la institucionalidad mendocina a través de la especulación financiera o de la búsqueda de monopolios mediáticos, que hasta ahora han resultado felizmente fallidos.
También faltan políticas y planificación para encarar desarrollos más productivos en lo que se refiere a nuestros recursos escasos: el agua y la tierra.
Eso hizo que poco tiempo atrás las instituciones del agua, que en general han mantenido una muy buena neutralidad técnica, fueran usurpadas por quienes quisieron hacer un uso que rozó la ilegalidad en su administración, cediendo pozos por prebendas y cooptaciones, con lo cual se otorgaban autorizaciones donde se debe restringir el uso del agua.
Ello se conjuga con la falta de estrategias concretas en el uso de la tierra productiva y su relación con el crecimiento habitacional. Ambas cosas ocurren con escasa planificación, si es que hay alguna, y motivadas principalmente por emprendimientos privados. Si bien tenemos una ley de uso del suelo valorable, son muchos los intereses que atentan contra su aplicación. Quizá, para seguir con el incremento de nuestra institucionalidad, el manejo de la tierra necesitaría ser conducido por una organización de ribetes constitucionales como la que maneja el agua.
En síntesis, dentro de un país nacionalmente muy populista y territorialmente muy feudalizado, la provincia de Mendoza sigue manteniendo sus características positivas esenciales. Y si bien hasta ahora ha logrado evitar el avance de esas anomalías nacionales sobre su territorio, no ha podido mejorar en la medida de lo necesario sus modalidades productivas.
Quizá sea necesario un nuevo pacto refundacional, como en su momento lo fue la Constitución de 1916, donde lo mejor de los mendocinos se transforme en un plan estratégico de futuro y pongamos manos a la obra en nombre de nuestra mejor historia.