Si hay un registro de época fácilmente identificable es que transitamos un mundo de cambio vertiginoso, dispuesto a cuestionar sin piedad lo que conocíamos y conocemos, donde pareciera con razón que no hay más lugar para las creencias automáticas.
Tan inquietante es este proceso, y tan abrupto, que parece tocarlo todo a la vez. Basta mirar las transformaciones en el campo de las tecnologías, del conocimiento, del trabajo o de los impactos en el ambiente y en los comportamientos sociales (por mencionar sólo algunas de las aristas más desafiantes) para comprender por qué hoy la realidad se ha convertido en una especie de migrante errante que nos tironea de la mano para llevarnos a su propio paso, sin importarle si nuestras piernas están preparadas o no para poder acompañarlo.
Si a este inventario de arrastre le agregamos los fenómenos que hoy tenemos a flor de piel, como las consecuencias de la pandemia, la zozobra que produce la sola eventualidad de una guerra de escala, más las desavenencias argentinas materializadas en una macroeconomía enferma desde hace muchos años, que sabotea con irreverencia cualquier atisbo de esperanza, pareciera que ese túnel del tiempo que prometía conducirnos hacia la modernidad no tiene salida.
La abrumadora incertidumbre que trae aparejada esta nueva normalidad hace indispensable una reacción proporcional de sentido contrario proveniente de dos comportamientos resilientes estelares: la habilidad adaptativa y la vocación por la innovación.
Estas reacciones no sólo aparecen como indispensables para la supervivencia de las personas, sino también para los Estados, que tienen como concepto transversal la misión de garantizar el progreso colectivo, anticipando escenarios y creando oportunidades para que no haya rezagados en el camino del desarrollo humano.
Los exagerados niveles de pobreza son delatores del fracaso de una sociedad agitada que no ha conseguido llegar a ninguna parte, conducidos por una dirigencia desenfocada o sencillamente indolente. Las élites dirigenciales están conminadas a enfrentar nuevos desafíos tales como la necesidad de repensarse y modificar la concepción de liderazgo tradicional, despojándose de ideologismos limitantes para empezar a prestar especial atención a la evidencia; corriéndose de la tentación que siempre produce la infantilización de la deliberación pública detrás de consignas y relatos vacíos que se consumen sólo “en forma de estados de ánimo” en vez de dar lugar al pensamiento generativo, capaz de diseñar nuevas estrategias.
Hay otro desafío impostergable para las dirigencias, que es la necesidad de atreverse a conciliar lo urgente con lo necesario, porque de lo contrario el exceso desmesurado del presente hace que se trabaje sólo sobre las consecuencias, cada vez más inabordables, y no se avance nunca sobre las causas originarias de los problemas.
En este marco reflexivo deben entenderse las reformas que desde hace seis años y medio venimos impulsando desde el gobierno provincial para definir una base de orden que genere algo de certidumbre frente a la inestabilidad reinante, para que poco a poco los mendocinos vayamos encontrando mejores horizontes, aunque aún cueste verlos.
Está suficientemente demostrado que los estados que tienen una institucionalidad sólida son los únicos que están pudiendo sostener condiciones de progreso duradero, basado en la construcción de un capital humano y social que facilita la creación de riqueza.
A la vez, la democracia es el único sistema capaz de procesar intereses que se expresan de manera antagónica y competitiva, buscando que la resolución de ese conflicto social sea en favor del bien común. De manera que la posibilidad de tener una sociedad mejor nace inexorablemente de la calidad de la compulsa de ideas.
Por eso, aún con distinta suerte, pero con igual convicción, hemos ido impulsado todos los debates que hacen a los asuntos estructurales que afectan a Mendoza, ofreciéndole a la ciudadanía una propuesta clara en cada caso.
Así, la reforma institucional; las reformas al sistema de justicia; las reformas en materia de seguridad, como el banco de datos genéticos; la reforma educativa; las reformas a la matriz productiva; la creación del Consejo Económico, Ambiental y Social; la creación de la Agencia de Innovación, Ciencia y Tecnología; la internacionalización de la marca Mendoza; el estímulo a la economía del conocimiento; la planificación de infraestructuras esenciales para el desarrollo o las reformas destinadas a la producción de energías renovables y, fundamentalmente, a la seguridad hídrica —que venimos trabajando en distintas dimensiones que van desde el acuerdo de investigación y transferencia de conocimientos con Israel hasta el proyecto que recientemente hemos anunciado con Aysam, con el objeto de garantizar la disposición, el almacenamiento y la eficiencia en el uso del agua para mitigar los efectos del cambio climático en los grandes conglomerados urbanos—, son ejemplos categóricos de un ecosistema de trabajo que demuestra que Mendoza tiene un plan concreto para abordar los desafíos que presenta la realidad.
Ese plan se completa, entre otros aspectos, con la buena administración de los recursos, la austeridad, la baja progresiva de impuestos provinciales, los incentivos a la actividad económica —como Mendoza Activa—, y la profesionalización del Estado. Iniciativas que en conjunto aspiran a la creación de un Estado más inteligente, que sirva para agilizar en vez de obstaculizar y para incentivar en vez de condicionar.
En efecto, algo de ese estilo quedó demostrado en el manejo que diferenció a la provincia de la nación durante la pandemia, gracias a la conducta de la sociedad que supo acompañar responsablemente cada una de las decisiones tomadas aquí.
En el diseño de ese plan de largo plazo hay un capital simbólico que tiene Mendoza que nos ha servido de inspiración y que servirá para las transformaciones cruciales pendientes. Es esa extensa tradición en materia de adaptación e innovación que nos ha caracterizado a lo largo del tiempo, cuyas pruebas elocuentes son, por ejemplo, los sistemas de conducción del agua que heredamos de nuestras culturas originarias y que pacientemente fuimos evolucionando, la incursión en materia hidrocarburífera desde hace más de 100 años o la vitivinicultura, que nos ha convertido en una de las capitales mundiales del vino.
Es por eso que podemos afirmar que Mendoza tiene un estilo, un modo propio para gestionar la política y la economía, que concilia armoniosamente lo público y lo privado, que generalmente suele diferenciarse de lo que ocurre en el contexto nacional y que hoy se constituye en un inestimable recurso estratégico.
Ese modo, que me gusta llamar Modo Mendoza, está basado en un conjunto de valores que pertenece a la sociedad antes que a un gobierno y, por eso, es el pilar más firme para establecer nuevos “acuerdos sobre la realidad” que sean verdaderos portadores de futuro.