Un lejano y hoy casi olvidado libro de Rubén Darío reunía a un grupo de escritores con el título Los raros. Si uno lo piensa, ese rótulo bien pudo caberle también a Antonio Di Benedetto. Bajo el signo de la extrañeza, la originalidad, la perfección (rara casi por definición), la obra del autor mendocino es. sin duda, un pilar de nuestra literatura.
El radio de ese adjetivo, “nuestra”, es bastante difuso y mucho más amplio de lo que pueda parecerle a un lector mendocino que identifique al autor de Zama como un coterráneo suyo. Y es que la obra de Di Benedetto es no sólo un patrimonio de sus ocasionales comprovincianos, sino que la influencia, su poder, se extiende más allá del Arco del Desaguadero y fuera de las fronteras de este sur americano. Esa obra, ahora que el centenario del nacimiento del escritor está llegando, ha dejado, en voz baja (como siempre), una marca indeleble desde que sus primeras palabras se pusieron en letras de molde.
Hay algo de enigmático en todo lo que rodea a Di Benedetto, que no se explica con el hecho de que se tratase de un autor de perfil bajo (tampoco lo era tanto), ni de que su obra se forjase desde la tierra que lo vio nacer, hasta que la mano brutal de la dictadura lo arrancó de sus días previsibles y de su trabajo —no menos brillante que el literario— al frente de las decisiones periodísticas de Los Andes, el diario en el que llegó a fungir como subdirector.
La rareza de Di Benedetto está también en su propia escritura. Es la forma de ella, la misma hechura que le da brillo, la que echa un candado enigmático y a la vez irresistible sobre sus cuentos, sus novelas y hasta el más sencillo escrito por él firmado. La suya es una personalidad literaria y personal que desborda todo molde esperado, que inquieta y a la vez genera admiración. Y, a la vez, despierta preguntas. La más elemental: ¿cómo es posible que un escritor de tamaña magnitud haya habitado entre nosotros, sus contemporáneos? ¿Cómo es que aún hoy —si bien se ha impuesto con la insistencia de sus muchos admiradores— no se ha convertido en la primera referencia literaria de Argentina e Hispanoamérica en el mundo, dado que su literatura no tiene menor peso que la de muchos otros autores de nuestra lengua ya legitimados? El enigma, la extrañeza, persisten, y no encuentra respuestas fáciles a esas inquietudes.
La llegada al mundo de Di Benedetto tenía ya un sino extraño, según él mismo se encargaba de subrayar. Y es que había nacido un 2 de noviembre de 1922, en el día de los muertos. Con esa afectación existencialista que su discurso verbal adoptaba, alguna vez se refirió a tal simbología diciendo: “Bastante dramático es lo que me ha ocurrido: nacer. Porque una cadena de infortunios, eso es la condición humana”.
Después de una infancia y juventud que transcurrieron entre Bermejo, Corralitos y Capital, de la oscura muerte de su padre (él sugería la sospecha, nunca revelada, de un suicidio), Di Benedetto comenzó a cursar estudios de Derecho en Córdoba. Sin embargo, dos pasiones se le habían revelado antes que esa carrera que buscó seguir con el afán de ir por camino seguro. Esas pasiones eran las letras —era un gran lector y escritor precoz— y el periodismo, con el que había comenzado a hacer sus primeras armas.
Con 19 años ingresó al diario La Libertad para trabajar de reportero, y apenas cuatro años después se produjo la novedad laboral que marcaría su vida para siempre: el ingreso al diario Los Andes. Allí, en una larga y brillante carrera, pasará de ser redactor, con coberturas inolvidables, a director del suplemento de Cultura, desde donde innovó a la hora de proponer contenidos periodísticos a un punto tal que resalta entre toda la prensa argentina de su época. También esa tarea le permitió hacer numerosos viajes y conocer distintas culturas, algo que sin embargo no modificaría el estatus de escritor de provincia que siempre conservó.
Aun con las muchas obligaciones profesionales que tenía el Di Benedetto periodista, floreció también su literatura. No sería ocioso suponer que, de algún modo, se retroalimentaban. Es en 1953 cuando apareció su primer libro de cuentos, Mundo animal. En él ya se mostraba como un narrador no sólo deslumbrante por la calidad técnica de los relatos, sino también inquietante, por la originalidad de su escritura. Algo que iba a mostrarse acabadamente poco después con una “novela escrita en cuentos” (El pentágono, 1955) y con lo que está considerada su indiscutida obra maestra: la novela Zama.
Es en Zama donde se declara cabalmente la maestría de Antonio Di Benedetto. Con esa novela asistimos a nueve años (entre 1790 y 1799) del personaje del título, un oscuro funcionario de la Corona Española destinado a cierta zona fronteriza del litoral. Allí aguarda impacientemente un traslado que, imagina, lo hará salir de un lugar que le repugna. La espera es la figura clave de toda la novela y, no por nada, Di Benedetto dedica al libro “a las víctimas de la espera”. Al avanzar en las páginas, de pronto la inmovilidad se instala en la narración y asistimos majestuosamente a ese devenir insoportable de una vida que sucede como en una postergación.
Zama condensa, de algún modo, las señas únicas de Di Benedetto: el objetivismo (antes de que este fuera un movimiento literario), los cambios de narrador, el uso de recursos cinematográficos, la trama con aspectos filosóficos sufridos en carne viva. Pero también, y sobre todo, nos aparece esa voz única que provoca toda su escritura, tan extraña que cuando se la afronta es imposible no notar el impacto.
Eso mismo es marca también, por supuesto, de sus otros escritos. Y no sólo de otras novelas que vinieron, como El silenciero o Los suicidas, con las que conforma Zama una virtual trilogía. Sucede que el poder de la literatura de Di Benedetto, su originalidad única, se expresa también en cuentos breves como Caballo en el salitral, más extensos como El juicio de Dios o Aballay, y en los que son casi nouvelles, como Declinación y ángel.
Mientras, de a poco e inexorablemente, Di Benedetto recibía elogios y premios internacionales por sus escritos, su cotidianidad —más allá de los viajes— seguía transcurriendo en Mendoza y con epicentro en la redacción de Los Andes. Eso fue hasta el 24 de marzo de 1976, cuando la dictadura que ese día explotaba en la cara de todos, lo tomó a él como una de sus primeras presas.
Hasta la redacción del diario fueron a buscarlo los militares, que se lo llevaron para tomarlo prisionero en Mendoza y luego en Buenos Aires. Sufrió en su encierro torturas (como simulacros de fusilamiento) y, sobre todo, la desesperante duda de no saber qué lo había llevado hasta allí.
“Creo que fue detenido por ser periodista. Porque autorizó la publicación de noticias que denunciaban asesinatos (Susana Bermejillo), detenciones (como los detenidos en el D2), hasta permitió que se publicara la noticia de que había caído en Mendoza la avioneta que llevaba en su interior a un dirigente de la organización chilena Patria y Libertad, que planeaba atentar contra Allende y que había fingido la muerte del dirigente que se escondía en Argentina”, diría luego Natalia Gelós, autora del libro Antonio Di Benedetto, periodista.
Las protestas internacionales ayudaron, un año más tarde, a su liberación. Tras ese espanto, el autor se decidió por el exilio en España. Escribió textos magníficos, trajinó concursos literarios (época retratada por el chileno Roberto Bolaño en su ya clásico cuento Sensini), publicó nuevos libros, ganó más premios y volvió en 1984 a la Argentina cuando reasumió el gobierno democrático, con Raúl Alfonsín como presidente.
Santiago Llaver era el gobernador de nuestra provincia en aquel entonces y le fue dado un cargo en la Casa de Mendoza de Buenos Aires, ciudad en la que había decidido radicarse. Lo encontró allí la muerte, el 10 de octubre de 1986, tras pasar internado más de un mes luego de sufrir una hemorragia cerebral.
En el ejemplar de Los Andes que celebraba por aquel entonces los 76 años del diario (20 de octubre de 1959) el prestigioso catedrático Enrique Zuleta Álvarez destacaba a Di Benedetto como uno de los dos grandes narradores mendocinos de su tiempo, al elogiar “una literatura de ficción donde predominan los elementos poéticos e imaginativos” y la ahincada búsqueda “de la originalidad expresiva”. Poco después, el domingo 14 de julio de 1963, el crítico David Martínez firmaba en La Nación un elogio al autor de Zama, encandilado por la perfección de esta novela “de una madurez nada común”. Resaltaba en Di Benedetto “la precisión”, “la seguridad elocutiva y formal”, mientras exaltaba “la profunda captación de matices ambientales y anímicos que hacen de sus relatos —aun de aquellos más descarnados— el trasunto de una concentrada atmósfera de lirismo que, lejos de desvirtuar el tema, lo espiritualiza y eleva”.
Pero quien quizá mejor supo captar no sólo el valor de la obra de Di Benedetto, así como su condena al callado destino provinciano, fue el escritor Juan José Saer. En un prólogo a Zama de 1973, citaba a Abelardo Arias con palabras consagratorias: “Si Antonio Di Benedetto hubiese escrito sus cuentos y novelas en París y no en Mendoza, su ciudad, sería mundialmente famoso; a diferencia de otros escritores latinoamericanos que escriben desde Europa y han alcanzado de ese modo, y quizás por esa razón, gran renombre en las letras continentales, pero no mundiales, Zama ocupará algún día ese lugar codiciado”.
Tantos elogios, igualmente, no llegaron a convertir a Di Benedetto en una luminaria. Tampoco los premios. El ostracismo personal al que se volcó tras su exilio, además, no contribuyó a ese renombre unánime y generalizado. Recién en la primera década de los 2000, cuando la editorial Adriana Hidalgo reeditó su obra, comenzaron de a poco a ponerse las cosas en su lugar. Y, sin embargo, aunque ya es inocultable que este escritor (elegido como “el mendocino del siglo en una encuesta de Los Andes de 1999) es uno de los nombres mayores de nuestra literatura, aún persiste eso que Martín Kohan puntualiza en el prólogo a una reedición de Declinación y ángel: “Ahora que la obra de Di Benedetto es distinguida y rescatada, cuando mejor puede notarse que hay algo del orden del secreto que no deja de serle inherente”.
Quizás se deba simplemente, como decíamos a esa extrañeza de Di Benedetto, a esa rareza a la que siempre cuesta habituarse: la de la perfección.