Arte en los metales

Un repaso por el oficio de dar valor artístico a los metales denominados "preciosos".

Arte en los metales

Es sabido que cuando se quiere elogiar a un escritor se le llama "orfebre de la palabra", apodo que mereció el gran Maupassant. Y no es casualidad, pues el orfebre es un artista que transforma el más bello metal en la más delicada joya. La palabra francesa que nombra esta profesión, orfèvre, deriva del latín auri faber, o sea, fabricante en oro.

Este oficio, tan antiguo como la ambición de obtener el metal a cualquier precio, consiste en dar valor artístico a los metales llamados preciosos. El oro y la plata, principalmente. 

Pues se encuentran huellas de esta actividad en todo el orbe y en diversas épocas. La civilización egipcia da fiel testimonio de esta pasión, por ejemplo. Sus artistas poseían una técnica casi perfecta: sabían fundir, cincelar y repujar el metal e incrustar pequeñas láminas de cristal y piedras. De hecho en el tesoro de Ramsés II había tazas en plata y joyas decoradas con imágenes de animales repujados en oro y retocados con cincel.

Por su parte, las tumbas griegas descubiertas bajo el Ágora contenían cuerpos enteramente revestidos en planchas de oro y plata. Sobre los rostros, máscaras repujadas que conservaban los rasgos del difunto.

Por alguna razón, se adjudica a los franceses cierta paternidad en el oficio, algo de eurocentrismo, sin duda. Pero, posiblemente, esté emparentado con que uno de sus santos más populares, San Eloy, era un maestro orfebre. Se dice que, en una oportunidad, le dieron oro como para hacer un trono, y el diestro Eloy realizó dos. No era mago, simplemente había descubierto el arte de alear metales, lo que permitió aumentar la cantidad de piezas y mejorar la resistencia del oro.

Algunas cuestiones aleatorias llevaron con los siglos a desarrollar una técnica llamada "damasquinado". Se trata de un trabajo de artesanía que consiste en la realización de figuras y dibujos mediante la introducción de finos hilos de oro y plata en acero o hierro, normalmente, pavonado. Se supone que nació hacia el año 900 por el Turquestán, remota región entre el mar Caspio y el desierto de Gobi, aunque debe su nombre a Damasco, la ciudad continuamente habitada más antigua del mundo y milenaria capital de Siria.

Quien reconoce la historia, valora sus preciosos testimonios, por eso disfruta cuando está frente a los mil motivos que lucen los cientos de objetos expuestos en el Museo de Oro de Bogotá. Entre numerosas delicias, se detiene en una pieza emblemática: una balsa en miniatura de la cultura muisca que encierra gran parte de la cosmogonía indígena de la región. En el centro de la sala de las ofrendas, aparece un gran hoyo iluminado con un juego de espejos que simboliza la laguna de El Dorado. En el fondo, se ven piezas de oro puro dispuestas en forma circular que se reproducen hasta el infinito. De alguna manera, hace tangible el mito de la ciudad dorada que buscaron en vano por el continente cientos de ambiciosos e ilusos aventureros.

En otra latitud, se reconoce a Benvenuto Cellini cuya obra más famosa es un salero de oro y esmaltes de 1543, que brilla en el Museo de Arte de Viena. Son dos figuras: una femenina que representa a Gea, diosa de la Tierra, y otra masculina, que encarna a Neptuno, dios del mar. Neptuno lleva consigo un pequeño barco, cuya cavidad servía para colocar la sal. Gea lleva un Arco de Triunfo, en el que se colocaba la pimienta, fruto de la tierra.

En España varios museos exhiben piezas de damasquinado de los siglos XIV y XV. Entre otras, armas con empuñaduras, especialmente las de Boabdil, último rey moro de Granada, y una espada morisca de Don Juan de Austria, que está en el Museo de Madrid. En la actualidad, los artesanos de Toledo mantienen la tradición del damasquinado en pleno auge y es una de las tentaciones de los turistas a la hora de llevar un souvenir.

Hoy recordamos cuando San Juan Crisóstomo, patriarca de Constantinopla, deploraba "que toda la admiración de los hombres fuera reservada a los orfebres". Estaba reconociendo, al mismo tiempo, su propia admiración, y la nuestra.

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