“(...) no hay otra cosa que el único propósito del momento presente. La vida entera de un hombre se basa en una sucesión del momento después del momento. Si uno comprende el momento presente en su totalidad, no habrá nada más que hacer y nada más que perseguir. Vive siendo fiel al único propósito del momento presente”. Las palabras pertenecen a Yamamoto Tsunemato - célebre guerrero samurai- y bien podrían relacionarse con la ceremonia del té, aquella que intenta justamente exaltar ese huidizo instante: el ahora.
Conocido también como chado o sado, este ritual consiste en un anfitrión que prepara y ofrece té verde en polvo –matcha- a sus invitados, aunque esta centenaria ceremonia persigue mucho más que eso.
El Camino del té, como también se lo conoce, es un proceso complejo y hay quienes dedican toda su vida a aprender este fino arte cuyas enseñanzas exceden la preparación de la infusión misma y abarcan aprendizajes de temas tan diversos como la poesía, el arte, la flora, la artesanía y demás aspectos de la cultura nipona.
Durante esta ceremonia el anfitrión pretenderá regalar un momento único e irrepetible a sus invitados y para ello colocará como indica la palabra japonesa kokore ire, su alma. Importado desde China en el siglo VIII, el té comenzó a consumirse en Japón en monasterios, como un estimulante para que los monjes no cayeran presos del sueño durante las largas horas de meditación.
Su consumo no tardó, sin embargo, en extenderse a la aristocracia y la elite guerrera en las que, las primeras ceremonias del té, eran eventos sociales ostentosos donde poder hacer gala de utensilios y vajilla. No obstante, sería la influencia del budismo zen la que le imprimiría a este ritual las características que lo acompañan hasta nuestros días.
Así, a fines del siglo XV, el monje Murata Juko lo simplificaría al llevarlo a cabo en una humilde habitación de tatami (esteras) y, más tarde, Sen no Rikyu lo despojaría de los elementos superfluos para enfocarlo sólo en lo esencial. De esta manera, cada movimiento que se realiza durante la ceremonia, posee un motivo y transmite un mensaje. Desde Rikyu el rito busca cuatro elementos: la armonía, el respeto, la pureza y la tranquilidad.
Las ceremonias tienen lugar en una habitación tatami decorada únicamente por un pergamino colgante o una caligrafía que comunica un mensaje específico y un arreglo floral que indica la estación del año. Esta austeridad, no sólo pretende que los participantes no se desconcentren, sino que también aspira a que puedan apreciar la simple belleza que los rodea y que habita asimismo en ellos.
Una ceremonia de té completa puede superar las cuatro horas de duración e incluye una comida ligera –chakaiseki-, un té ligero –usacha-, un té espeso –koicha-, dulces y un interludio, nos dice Naoko, nuestra anfitriona.
Engalanada con un kimono y un prominente rodete, Naoko se mueve de manera lenta, acompasada, silenciosa y metódica. Luego explicará, en un inglés que no reniega de su herencia nipona, el significado de cada movimiento para los participantes –un grupo de viajeros con las más diversas nacionalidades- que observamos con atención cada detalle. Por ejemplo, la limpieza de cada uno de los elementos que se utilizan para preparar el té simboliza la purificación.
Aunque no sólo el anfitrión debe manejar los códigos del ritual. Los invitados también han de conocerlos, para no quitarle armonía a tan delicado proceso.Así, quienes acuden a una ceremonia deben llevar un abanico que se utilizará para saludar, ya que las palabras se reducen al máximo durante este proceso; un papel blanco para ofrecer los dulces que luego se comen y un pequeño cuchillo para cortarlos. En el chado, por ejemplo, un pequeño y audible sorbo cuando se termina de beber, lejos de significar una falta de educación como sucede en la cultura occidental, supone, por el contrario, que el invitado ha disfrutado del matcha. Lleno de simbologías, sutilezas y enseñanzas, lograr dominar el Camino del té supone, como la vida misma, de un aprendizaje constante. Y es que en esta ceremonia se aprecia y se imprime el espíritu de esta milenaria cultura; aquella regida por el esfuerzo, presidida por la simpleza y encandilada por la belleza.