Mientras hacía gimnasia en casa en estos meses de confinamiento, he visto varias veces el concurso ¡Ahora caigo!, con Arturo Valls, un programa perfecto para distraerte sin dejar de moverte (si me pongo una buena película a menudo me quedo absorta y quieta). Pues bien, cada día hay 11 concursantes y les preguntan a todos qué les gustaría hacer con el dinero si ganaran. Y la inmensa mayoría dice que lo utilizaría para viajar. Más aún: muchos de ellos sostienen que se harían la Ruta 66, una carretera que va de Chicago a Los Ángeles y que por lo visto se ha puesto de moda.
Viajar siempre ha formado parte de la esencia del ser humano. Nos aguijonea la eterna curiosidad de saber qué hay más allá de la última curva del camino. Basta recordar que venimos de África y que nos las hemos apañado para poblar hasta el último rincón del planeta, toda una demostración de nuestras ganas de andar. Y ahora nos estamos preparando para salir de la Tierra: Elon Musk asegura que para 2050 habrá llevado a un millón de colonos a Marte, y hay varias empresas diseñando viajes turísticos a la Luna dentro de las próximas dos décadas.
Yo también he sentido esa urgencia; una de las razones por las que me hice periodista fue porque pensé que me ayudaría a viajar, y así fue. El viaje no es sólo un tránsito espacial, sino también anímico; al conocer otro lugar puedes imaginarte en otra vida. Recorrer el mundo nos permite salir del encierro de nuestra pequeña existencia. Qué extraordinaria prueba ha sido esta pandemia, que ha confinado a unos bichos tan movedizos y errabundos como nosotros. Y que nos ha demostrado, tal vez para siempre, que no se puede seguir manteniendo el ritmo de desplazamientos frenéticos de las últimas décadas.
Porque la aceleradísima vida que llevábamos convirtió los viajes, esa experiencia vital tan importante, en un producto desechable de consumo rápido, en esa moda del fast trip que equivale a la fast food y en la que todos hemos caído (yo también, desde luego). Baste saber que en 2014 se alcanzó por primera vez la media de 100.000 vuelos diarios en el mundo; y tan sólo cuatro años después, en 2018, la media ya ascendía a 120.000. Más aún: el 25 de julio de 2019 se llegó al histórico récord de 230.000 vuelos en un día. Íbamos embalados, quiero decir. Casi no quedaba cielo para tanto aparato.
Y entonces irrumpió la pandemia. A finales del pasado mes de marzo, el tráfico aéreo mundial había descendido un 55% (en España, un 90%). ¿Y qué ha sucedido? Que la contaminación del aire se ha reducido muchísimo. También ha influido el parón general de actividad, por supuesto, pero los aviones, como nos explicaba Greta, son muy dañinos. Según la IATA (Asociación Internacional de Transporte Aéreo), producen el 2% de las emisiones mundiales de carbono, y además liberan óxido de nitrógeno y otros gases de efecto invernadero a miles de metros de altura del suelo, lo que hace que permanezcan allí mucho más tiempo. Gracias al coronavirus, ahora la concentración de dióxido de nitrógeno en la atmósfera está muy por debajo de las recomendaciones de la OMS, un logro insólito.
Y me pregunto: ¿vamos a volver a lanzarnos a esa locura, a retomar los viajes con avidez compulsiva, a rendirnos a la moda de la Ruta 66 y los vuelos al trópico? En primer lugar, por el momento no creo que sean sanitariamente muy seguros; pero además es que el planeta no puede permitírselo. Sí, ya sé que los fast trips son muy tentadores, lo mismo que la fast food, que está llena de ingredientes adictivos. Pero sabemos que es lo suficientemente perjudicial como para no comerla todos los días. No estoy diciendo que renunciemos a los viajes, al contrario. Este año, por lo pronto, viajemos por España: ayudemos a reactivar nuestra sociedad. Y además lo que añoro es otra manera de viajar, que es lo mismo que decir otra manera de vivir: con más consciencia; con más construcción del propio deseo, en vez de dejarnos comer el coco por las modas; con más control sobre nuestros actos. El parón del confinamiento me ha permitido ver que llevábamos años corriendo locamente de acá para allá como gallinas descabezadas. Ojalá los nuevos viajes (y el nuevo mundo) sean más lentos, más deliberados, más verdaderos.