Por ello, no es solo un texto jurídico: también es la expresión de un estadio de desarrollo cultural, medio para la representación cultural del pueblo ante sí mismo, espejo de su patrimonio y fundamento de sus esperanzas.
Cuando hablamos del Estado constitucional, debemos tener en cuenta que las contribuciones de cada sociedad, en cada etapa histórica, tienden a incorporarse a una cultura compartida, sin perjuicio de que, al interiorizar las experiencias ajenas, lo haga aportando sus propios matices y generando, a su vez, nuevos elementos que se suman al intercambio creciente de patrones culturales. El Estado constitucional aparece así como un producto histórico y multicultural caracterizado por la dignidad humana como premisa antropológico-cultural, por la soberanía popular y la división de poderes, por los derechos fundamentales y la tolerancia, por la pluralidad de partidos y la independencia de los tribunales.
La democracia como forma de Estado no es –ni debe ser vista de ese modo– un simple artículo de designación de gobernantes o de adopción de decisiones políticas.
La democracia, como parte del sistema político contenido en la Constitución, importa un régimen de libertad, el respeto a la dignidad de la persona y el real reconocimiento al haz de derechos que se vinculan a aquella. Ello importa necesariamente un poder limitado y controlado, en un gobierno de la mayoría que respeta a las minorías –que no se ven así avasalladas– y en la posibilidad cierta de la alternancia política pues no hay derrotas ni triunfos definitivos.
Se habla de un “estilo de vida democrático” que implica consenso en lo “fundamental” –la pervivencia de las reglas del juego democrático–, tolerancia política –hay adversarios, no enemigos– y racionalidad –posibilidad de compromisos y acuerdos– con la oposición. Así, la faz agonal de la política no impide la hora de la arquitectónica o constructiva.