15 de abril. Día 27 de aislamiento D.V.
Hoy ni yoga, ni mañana desperezándose en la cama. Hoy, algo de infierno.
Levantarse a las 7, prender la máquina mientras amanece, sentarse a esperar que los chicos a los que intentaré enseñarles algo que ya no sé si les servirá para el mundo nuevo, se despierten y empiecen a aparecer.
Mis alumnos son los mismos con los que estuve en la otra vida, dentro del aula. Nos queremos. Apasiona enseñarle a un chico cómo su tik tok, el algoritmo de Netflix o los videos de Youtube son gestos manipulatorios para adocenarlo en un target uniforme.
Presente. Presente. Presente, escriben ellos en la plataforma virtual. Una pura formalidad. Lo descubrí el otro día cuando hicimos una videoconferencia en la clase y me atendieron todos -ni la mitad del curso se suma a estas aulas a distancia- desde la cama, acostados.
Intentar transmitir algo parecido a un conocimiento en estas condiciones es imposible. El virus lo dice claro: así, no. ¿Cómo, entonces? ¿Qué, entonces? ¿Para qué, entonces?
La docencia en tiempos de aislamiento ha devenido martirio.
En despertar a estos pibes se va gran parte de la hora de clase que me toca hasta las 10 de la mañana. El pequeño rato que queda se esfuma en directivas de cómo activar la videollamada, dónde hacer click.
Ya fuera de horario tengo que editar videos, audios, revisar videos, audios. Mi materia tiene como objetivo enseñarles comunicación. Ahora soy solo un tutorial de Youtube sobre el uso de las aplicaciones.
“La herramienta es el mensaje”, dice la pandemia sin sutilezas y me instala la noción del sin sentido que impera en todos los campos en los que hoy me muevo. No con mi cuerpo sino con la computadora que se ha convertido en mi extensión más palpable.
Este bicho nos deja expuestos y en esa desnudez aparecen prácticas y necesidades que nada tienen que ver con lo que aprendimos y enseñamos hasta ahora. O que están erradas. O que son ineficaces.
Los chicos lo saben. Yo lo sé. Todo parece una gran farsa.
Esa sensación de inutilidad, de “para qué”, que nunca experimenté antes en mi tarea docente, es el martirio en que quedo dos veces en la semana. Hoy fue una.
A las 11.30 terminó todo. Abrupto, como es de costumbre hace 27 días. Rápido y sin transición.
Hoy también la salida fue distinta. Fui al cajero de la peatonal. Me calcé el barbijo y me lo saqué 20 veces dentro del auto: me sentía ridícula. “¿Qué sentido tiene usar esto si estoy sola aquí, desinfecté el volante y la palanca de cambios el otro día y voy ahora con las ventanillas cerradas?”. Más “para qué” sin respuesta.
Hice lo que la manada: copié, me lo puse. Pero esta cabeza que va a mil y en cien líneas distintas me dijo: “nadie está controlando”. Me lo saqué. Sin sentido.
Cuando llegué a la cola del cajero tuve ganas de llorar. La peatonal era cualquier cosa menos la peatonal.
Una escenografía inútil, habitada por algunas personas irreconocibles bajo sus máscaras. Un parlante con voz autómata anunciando: “Estimados ciudadanos. De acuerdo al decreto 518 que rige desde hoy se les recuerda que es obligatorio el uso del barbijo o tapabocas…”. Todos en silencio. Todos cubiertos. Todos aislados.
Repito: tuve ganas de llorar.
Vinieron a mi cabeza las escenas de calle de “1984” y el “Gran Hermano” hablando, dictando sus instrucciones. Sí: Orwell de nuevo y por enésima vez. Dispersa y reiterativa. ¿De qué otro modo estar?
“No puedo más”, el pensamiento que activó el esbozo de llanto. Me recompuse: al virus y las condiciones de excepcionalidad poco le importan los pucheros. Es “lo que hay que hacer”. Ni modo.
El virus nos ha dejado desnudos. Y en la desnudez lo feo se nota mucho, lo lindo también.
Cuando volví a mi casa me encontré con un artículo de Mariana Enriquez: “La ansiedad”. En él ella, periodista como yo además de formidable escritora, se reconoce catatónica. Como si después de un choque, mientras sale del auto que es ya un montón de hierros retorcidos, tuviese mil preguntas que responder. Ella todavía en shock.
Se siente redundante, reiterativa, aterrada, sin saber para dónde disparar en el poco espacio hábil que le queda en su cerebro. En esas condiciones, cuenta en su artículo, no tiene mucho para decir.
Y yo, quebrando todas las reglas de la crónica periodística, estoy aquí en primera persona narrando lo mío; que no es tanto porque nada sucede. Porque estoy en suspenso, porque me siento catatónica y errática… Otra vez la sensación. Otra vez el “para qué”, el sin sentido.
La omnipresencia es la ausencia, el mapa aplasta al territorio en tiempos de pandemia.
Solo como un frágil acto de supervivencia continué con lo mío. Lo mío, como dije, es poco: escribir, escribir, escribir ni sé ya qué.
En una pausa, alguien me acercó un posteo de una chica de Buenos Aires que no conozco. Lo leí y sentí que tenía que compartirlo. Ella decía allí algo que me conectaba con el mundo que antes era mío, con el universo semántico en que me moví antes de esta debacle inasible.
Era una postura muy bien argumentada y lúcida.
“Me llegó la solicitada de los músicos y artistas y gente que trabaja de forma directa o indirecta en el ámbito de la cultura. Está buenísimo, estoy de acuerdo con lo que plantean y me parece muy oportuna. Pero también pienso que estaría correcto que algunos de ellos, sobre todo varios de los que en esta oportunidad la encabezan, pudiesen reflexionar respecto de lo siguiente: pasaron de matarse laburando durante el kirchnerismo y de repartirse el laburo entre los mismos de siempre, de manejar los recursos con discrecionalidad y parcialidad, otorgando y negando laburo generalmente en virtud de amiguismos y en contados casos en rigor de la idoneidad artística.
Y pasaron de eso a no laburar durante el macrismo. Es cierto. Pasaron a integrar una suerte de lista negra. También es cierto… Hace unos meses, volvió un gobierno popular y con las nuevas autoridades, ellos, los de siempre, volvieron a tener trabajo. Volvieron, inclusive, en muchos casos, a ocupar lugares clave en la decisión y en áreas de programación y de gestión. Y siento decirlo, pero hasta que dio inicio el tema de la pandemia, volvieron en términos generales bastante iguales en lo de ejercer las mismas prácticas que los caracterizaron durante el último gobierno afín… Y llegamos a estos días que corren… Y ahí están, los mismos que no dejan de laburar con los gobiernos populares, los que no dejan espacio sin ocupar, poniéndose a la cabeza del reclamo de medidas y acciones conjuntas para el sector, apelando a "la unión y la solidaridad" y al apoyo y el compromiso de todos los músicos y colegas. Una vez más, como en épocas macristas, convocando a "los otros de siempre": los que por más que esté el macrismo, el kirchnerismo, el Coronavirus, el Dengue, o los alienígenas, jamás logran acceso a espacios ni beneficios desde el Estado…”.
Está editado. Es largo. Ella se llama Guadalupe Carnota. Es hija de Raúl y de Suna Rocha. Busquen el texto completo, si lo desean. Está en facebook. Levantó una polvareda virtual.
Levantó también una polvareda en mi cabeza. Recordé todo el tiempo pasado. Repasé las caras de los festivales de unión y solidaridad contra la pandemia fatal. Repetidas, las mismas que vimos en la otra vida, en otras circunstancias, con otros sentires.
Otra vez la sensación. Otra vez el “para qué”, el sin sentido. La redundancia.
La omnipresencia es la ausencia, el mapa aplasta al territorio en tiempos de pandemia.
El virus lo dice claro: así, no. ¿Cómo, entonces? ¿Qué, entonces? ¿Para qué, entonces?
El virus nos ha dejado desnudos. Y en la desnudez lo feo se nota mucho, lo lindo también.