Mendoza. 14 de abril. Día 26 de aislamiento D.V.
“Pregunta: ¿tenés la película ‘Persépolis’?”, me consultó una colega.
Somos docentes en la misma secundaria. Y para las dos la palabra “miércoles” se ha convertido en un pequeño suplicio.
Las dos los miércoles dictamos nuestra materia. Para las dos el tópico: “clases virtuales a adolescentes que todavía no enganchan la onda o no tienen cómo o no tienen con qué” es un infierno que se expande por varias horas, después del horario institucional que nos toca.
Nadie crea ni por un instante -eterno, como son los que hoy nos tocan-, que el virus ha venido a dejar las cosas en claro. Muy por el contrario: todo está en puntos suspensivos, sujeto y sometido a revisión. Todo se sumerge en una dimensión gelatinosa, pegajosa e imprecisa.
En este todo, doy fe con mi cuerpo entero, el teletrabajo es parte.
En términos escolares, al menos aquí en Mendoza, no es en absoluto por ahora un proceso virtuoso. Esto de arrancar de sopetón con el aprendizaje a distancia, cuando todavía los alumnos no tienen hábitos de aprendizaje cuerpo a cuerpo; ni les cuento.
Lo que me llamó la atención de la pregunta de mi colega no fue el infierno asumido del miércoles, que ha venido como casi todo en la pandemia a redefinir mis deseos de permanecer en los espacios donde antes me sentía cómoda.
Lo que me llamó la atención fue la alusión a “Persépolis”. Si alguien no ha visto esa extraordinaria animación de Marjane Satrapi, debería apuntarla para este momento de aislamiento.
Es una agudísima mirada sobre Irán: su política, sus prácticas culturales, sus procesos históricos y sociales, su relación con Europa y el mundo. Nada que ver con la idea que los occidentales tenemos al respecto.
Voy a corregirme, como corresponde en estas épocas de definiciones inestables: del Irán que habla Marjani es del que fue antes del virus. Ahora, quién sabe. Solo conocemos el número de casos de infectados.
La realidad no es, nunca fue y menos ahora, un parámetro que podamos conocer en su totalidad.
Volvamos. La alusión a “Persépolis” no habría tenido nada de raro si no hubiera sido porque yo estuve todo el día abstraída en el asunto “barbijo”.
Este miércoles, casualidad que le suma más dramatismo a mi día escolar de mañana, en Mendoza será obligatorio el uso de barbijos. Multas que no podría pagar ni con dos sueldos -en caso de querer comer, además-.
Si no lo tengo convenientemente ubicado en mi cara seré sancionada, castigada, reprimida y tal vez exiliada de mi hogar.
Era, entonces, un tema a remediar.
Ya en la mañana, al rato de haberme despertado, el pensamiento comenzó a rondarme.
Todavía no teníamos barbijos en casa. La lentitud de reacciones respecto a los sucesos que dispara el virus es asombrosa.
Hasta esta mañana, no teníamos barbijos porque algún día de la semana pasada -parecen años- un especialista explicaba que solo eran para los infectados. Que no sumáramos tensión a la escalada de precios buscándolos innecesariamente.
Mi resistencia a adaptarme a los tiempos que corren no me permitió entender que el barbijo sería inminente. Y digo esto porque hoy en la mañana tuve algo de lucidez y recordé: “pero cómo no los hice o los compré si hace, quién sabe, ¿un par de días? El mismo especialista ya explicaba cómo hacerlos caseros”. Había abandonado la teoría de “solo para infectados”.
Qué torpeza, qué desliz. Todavía no capto las sutilezas a las que debemos atender para no caer como mosca en la cama y el respirador.
Mi problema hoy, después del desayuno, no era en sí el barbijo: soy hábil costurera y aprendí perfectamente las instrucciones del especialista sobre cómo hacer uno sin siquiera sacar la máquina de coser y la tijera. Dos colines, un cuadrado de tela de algodón y un papel tissue son suficientes.
Lo que sucede es que el barbijo era, en mi mente, el último peldaño. El último signo o instrucción que me convertiría en otra, en una que no soy yo.
¿Cómo vería mi sonrisa la gente que está en la cola del mercado si esa “cosa” me taparía la cara entera?
La sonrisa es, para mí, uno de los gestos más amorosos que tengo para entregar a un otro. Anulado, censurado, frustrado.
Esta mañana supe, meditando sobre hacer o comprar el barbijo, que lo que estaba planeando era una nueva cárcel.
Una prisión para reprimir el afecto y la pulsión del deseo. Eso que el cuerpo puede hacer en el mundo: seducir a otro, empatizar con otro, contactar con otro.
De ahí que cuando mi colega me preguntó por “Persépolis” me sorprendí. Yo había estado todo el día sintiendo que construiría mi propio “burka” (ese manto con el que las mujeres tienen que cubrirse completa la cara, solo los ojos a la vista, para no provocar el deseo de los hombres).
Y no soy musulmana. Y considero al cuerpo un instrumento imprescindible para el placer, el erotismo y la expresión del afecto. Soy latina: muy.
Prisión, cárcel, prohibición eran para mí sinónimos perfectos de la palabra “barbijo”, en este cúmulo de despojos en que nos vamos convirtiendo para que nazca otra cosa que quién sabe cómo es.
Ya para el almuerzo tenía resuelto lo práctico: hice los barbijos. Los puse sobre el mueble del living donde están las “cosas desinfectadas” y seguí con mi día.
Cada tanto, cuando me levantaba de la computadora donde ya estaba trabajando, le echaba una ojeada a los lindos pañuelos de cuello que ahora se habían convertido en elementos de tortura, en armas de desconexión.
Me dispersé, como sucede en continuado en este aislamiento inasible. Y comencé a trabajar en un podcast de música que estoy preparando esta semana.
No todo es negativo en mi vida de cuarentena. Este tiempo amorfo en el que vivo a veces se vuelve chicle y me permite adquirir nuevas destrezas: ya sé editar un podcast con una precisión que me pone orgullosa. “No dependo más que de mí”, pensé. Acto seguido, la reflexión: “cuidado -me dije- tu forma de mirar el mundo no está de acuerdo con esas máximas”.
Como sea, me encanta ese trabajo. Pero hoy por la tarde lo que estaba haciendo no era editar sino escribir.
Me hundí profundo en la vida de Miriam Makeba, una cantante y compositora africana que vivió en los tiempos del Apartheid. Ella era sudafricana y negra. Y, claro, como buena sensible se volcó a derramar canciones encendidas en contra del régimen de su país.
La osadía le valió el exilio. El exilio es la cárcel.
Más de treinta años fuera de su tierra de Sangoma donde había vivido. Negra prohibida, censurada, anulada, frustrada por un virus que no eligió: el racismo.
Mientras todo esto escribía miré mis pañuelos vueltos barbijos y me sentí ella. Censurada, anulada, frustrada por un virus que no elegí: el covid 19.
Miriam no usaba “burka” pero igual le pusieron uno simbólico para no verle esa cara de negra retinta que tenía. Pese a todo, ella alzó su voz: tan bella, tan poderosa, tan seductora y atrapante que los enamoró a todos.
Los ojos de nuevo en mis barbijos. Suspiré y lo supe. La sonrisa ya no será la aliada. Tendré que encontrar otro artilugio que mi “burka” no pueda ocultar.
Este virus ladino nos ha dejado desnudos de argumentos, de instrumentos y de aliados.
Este virus ladino ha llegado para que exploremos de qué otros modos podemos ser nosotros, y el mundo, sin traicionar la esencia: humana y natural.
¿Podremos lograrlo cuando todo acabe? La incerteza es también una respuesta.