Mendoza, 4 de abril. Día 16 de aislamiento D.V.
Urgencia. Es lo que siento en el cuerpo mientras escribo esta tarde. Edito las páginas del diario que alguien leerá mañana. Siempre en futuro. Sobrevuela una sensación de que algo inminente va a llegar, que tengo que apurarme, anticiparme.
No es raro que esto suceda cuando estoy en el trabajo. En eso consiste casi toda mi tarea diaria: ganarle al reloj, correr contra el tiempo para llegar y que las rotativas tengan qué imprimir. No hay periodista gráfico en el mundo que no juegue su esgrima contra el horario de cierre.
Pero esto que siento es otra cosa. Esto viene del virus.
Dispersa, lábil, amenazada. No triste, no amargada; sí desfasada.
Mientras escribo y huyo de esta nada difusa, pienso en el trabajo; me anticipo: “el capitalismo perfecciona el rédito de la plusvalía. Ahora los que hacen la faena también ponen sus petates, sus conexiones de internet, su luz eléctrica. El teletrabajo es la fase más pura de la expoliación”.
Recuerdo a una docente contando en el grupo de wasap del colegio que no tiene conexión a internet, que está consumiéndose todos los datos de su plan mensual en corregir a los alumnos. Otro dato clave ahí son los horarios: tan dispersos, anárquicos y desmadrados como nos tiene el virus. Así, el día de su trabajo ocupa las veinticuatro horas. Toda entrega.
“¿Alguien pensó en ella?”, me pregunto. Yo pienso. Una forma de protestar por las pocas ganas que tengo de estar aquí, trabajando, cuando afuera hay un sol tan lindamente mendocino.
El sol, que solo veo por la ventana y siento en parcelas mínimas desde la terracita de mi casa, trae otro recuerdo suelto de la mañana.
Todo viene suelto, anticipado, desordenado y libre. Pero avanzando, como el virus.
Vuelvo al recuerdo.
El amor que ayer me faltaba, el día de hoy, sobra. Lo recibí de múltiples formas. Y aquietó las angustias de una jornada triste en las calles y en la casa.
Todo sucede del mismo modo y al mismo tiempo, adentro y afuera, en el aislamiento.
Cuando abrí los ojos esta mañana estaba el sol. El desayuno fue generoso en charlas y risas con mis hijos. La virtualidad me regaló el afecto de los próximos. La foto de los diarios con las sillas a distancia en las calles, para los jubilados, terminó de tranquilizar mi ánimo.
Pensar, no quiero. Pensar todo el tiempo -todo este tiempo amorfo- trae fantasmas, fantasías atemorizantes que se confirman en las noticias, una sinrazón vestida de reflexiones.
Decidida entonces a no pensar, esta mañana me dediqué al cuerpo. “Mente sana, en cuerpo sano”. “Bien: sanemos lo que hay a mano, que es la más palpable mortalidad”, me dije.
Tendí la mantita en el suelo, puse en youtube a la rusa Malova -una genia de las clases de yoga a distancia- y la emprendí con el saludo al sol; éste, hermoso, que acompaña al día.
Mientras inspiraba y expiraba vislumbré la disolución. La omnipresencia del cuerpo es la ausencia.
La idea se dibujó en mi cabeza y me sentí implosionando en silencio, en medio de la habitación, mientras saludaba al sol como podía.
La sensación física y visual se completó: “el cuerpo puede convertirse en un territorio inefable, peligroso, inconstante... Los cuerpos son librados a sí mismos...”. La cita es del psicoanalista francés Eric Laurent y vino a tranquilizarme.
La dispersión, la inestabilidad, la amenaza anticipatoria es el virus; que se cuela tanto en la piel como en las ideas.
Habrá que acostumbrarse, volverlas rutina, vivir con la incertidumbre; que no es nueva, pero se pone ahora en un primer plano casi insoportable.
La pandemia ha desatado mi cuerpo, lo ha librado a sí mismo. Jugué con la idea en una foto: yo, mi cuerpo, intentando tomar el espacio; el espacio diluyéndose. Así, más o menos. La compartí en las redes junto a esos pensamientos raros que se colaron entre las poses del yoga.
El amigo Patrick Boulet, hombre de las ciencias sociales y académico de la Universidad Nacional de Cuyo, devolvió una idea estimulante: “es raro, pienso en aquelles que no están, por eso están siempre y en les que están pero se diluyen. Como cuando Kundera decía ‘en el filo de la extrañeza te borrás cuando estás, extraño extrañarte’".
¿Acaso hay una forma más perfecta de describir la extrañeza que nos trae el virus? .Todos dispersos, todos separados, todos encerrados, todos conectados, todos intentando tocar al intocable: con la palabra, con la mirada, con los dedos.
Hay un libro hermoso, que les recomiendo encendidamente. Se llama “El libro de los amores ridículos”. Es del checo Milan Kundera, del que habla el querido Patrick.
Cuando leí ese comentario de Boulet en mi foto de facebook, vino a mi mente ese conjunto de relatos bellísimos. Dejé el saludo al sol en suspenso y busqué entre sus páginas.
“El hombre atraviesa el presente con los ojos vendados. Sólo puede intuir y adivinar lo que de verdad está viviendo. Y después, cuando le quitan la venda de los ojos, puede mirar al pasado y comprobar qué es lo que ha vivido y cuál era su sentido”.
Kundera escribió estas palabras en Checoslovaquia, un país que jamás pisé. Las escribió en 1987, hace 33 años, cuando el virus no existía como posibilidad y el mundo global era una idea que empezaba a esbozarse.
La pandemia todo lo reúne.
Estas palabras suenan hoy a puro presente, aquí, ahora, en Mendoza y en el planeta entero. La pandemia lo sabe. Por eso se anticipa en la amenaza: caminamos entre ella con los ojos vendados. Solo cuando no exista podremos saber exactamente lo que hemos vivido y para qué.
Ahora impera la disolución: del cuerpo, del tiempo, del espacio, de todo lo que antes conocimos.
Mientras anochece, cierro mi día de trabajo y me voy al patio a regar las plantas. Un acto de amor y de vida que, aún a ciegas, puede salvarme.