26 de marzo. Mendoza. Día 7 de autoaislamiento.
Nunca antes reparé en cómo cada mañana abría los ojos al despertar. Es una operación mecánica, invariable hasta el último día. No lo había pensado.
El virus lo ha cambiado todo, hasta los gestos mínimos. Ahora abrir los ojos es ver hacia adelante una rutina inamovible; pero diferente a otras que antes tuve.
Es impactante cuánto nos modifica el tiempo y el espacio. Los bailarines y los actores lo saben. Nosotros, los que apenas si podemos lidiar con el cuerpo que nos toca, estamos empezando por estos días a comprenderlo.
Volvamos. Abrí los ojos. Día 7 de cuarentena.
No tengo un calendario para ir tachando porque materializarlo sería instalar en mí la idea de la prisión. Pienso en todas las veces que vi en el cine la toma del preso marcando paredes como un ta- te-ti. No estoy allí. Alejo la escena.
Da igual, porque la pandemia se cuela por todas partes, aunque te laves las manos hasta que la piel se queje: todo importa de un modo diferente.
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Uno de los problemas que he notado en el transitar del autoaislamiento es la dispersión. Sucede que si no podemos irnos con el cuerpo nos vamos con la mente, el asunto es moverse. Moverse.
Dispersión. Vuelvo. Día 7 de cuarentena, de autoaislamiento.
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Dice el mito del “hombre lobo”, que escribió Ovidio, que Lycaón (de ahí el término “licántropo” que se atribuye a estos monstruos) era un rey muy querido pero tenía hábitos salvajes: devoraba a todo extranjero que llegase a su casa.
Al ver Zeus estas horribles prácticas, decidió visitarlo disfrazado de viajero para darle una lección. El rey, perspicaz, notó que era el dios máximo el que tocaba a su puerta. Quiso burlarlo con un gran plato de carne humana para la cena y Zeus, enfurecido por la sublevación, lo condenó a él y sus descendientes a convertirse en lobo.
Otros apuntes engrosan la historia: el castigo es para el hijo mayor, en el séptimo día de luna llena.
Más agregados al relato. El lobo puede ser “curado” por el beso de alguien que lo ame por lo que es, y no por lo que parece. Hasta Disney se atrevió con el cuento.
El lobo debe matarse con una bala de plata en el centro del corazón; que viene a ser lo mismo que un beso bien dado, si somos afectos a la interpretación.
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Volvamos. Nuevamente de la dispersión.
Hoy es 26 de marzo de 2020, estoy en Mendoza. Pero es mi séptimo día. Soy la hija mayor, aunque mujer. No sé si esta noche habrá luna llena porque desde las ventanas de mi casa es difícil verla, pero el espejo no miente: me he vuelto loba.
Ese monstruo que ayer, con la lluvia, se soltó y salió disparado hacia el “afuera” ahora se acomodó en mi aspecto.
Hace siete días que no ensayo el ritual cotidiano del embellecimiento: no repaso mentalmente las perchas que me van a servir para calzar mis formas, los colores a combinar con el pelo o la piel, el perfume detrás de la oreja, el rimmel en mis pestañas.
Todos gestos mínimos, rutinas invariables que ya no son.
El virus lo ha cambiado todo: me volvió loba salvaje que repara solo en lo esencial. Y lo esencial, hoy, no es mi aspecto sino mi interior.
Como Lycaón, me rebelo.
Apenas dejo el espejo alcahuete decido que en mi salida a por provisiones, lo haré como antes, cuando el mundo era otro que no es hoy.
Busco esa camisa que me marca la cintura, el jean para las curvas, me muevo el pelo -único gesto de loba que admito como indicio del monstruo-, me maquillo y agarro el changuito de la compra. Abro la puerta que suena a subversión.
Cuando llego a la calle de los mercados, me topo con lobas y lobos por todas partes: matas de pelos desmadradas, chancletas, shorcitos que bien podrían ser ropa interior, remeras gastadas, barbijos que cuelgan o tapan bocas y gestos. Todo ojeras.
En la caja del súper, a distancia prudencial, está mi vecino de al lado. Me ve y se ríe. Dice: “no me reconociste por la barba, eh?”. La tiene tupida, canosa, desprolija. Barba de lobo. Lo mío es de una excentricidad insoportable: siento a la camisa y al rimmel como un disfraz ridículo. “¿Por qué se me ocurrió la idea de burlar a la peste?”, me digo.
El camino de regreso a mi casa sabe igual a la calabaza de la Cenicienta. Hasta Disney se atrevió con el cuento.
No me miro más al espejo en todo el día. Dejo que el monstruo se exprese, me colonice.
A la tardecita, se enciende el Skype como un reflejo. La mirada del otro. Me dice: “qué linda estás hoy”. Ahí está: la bala de plata en mi corazón.
No hay virus, ni monstruo, que sea todopoderoso.