Mendoza. 7 de abril. Día 19 de aislamiento D.V.
Días malos los tiene cualquiera. Dos de diecinueve es casi nada. Con esta sensación me levanté hoy en que el sol acompaña, la rutina ya está aceitada, y tengo por delante parvas de trabajo por hacer.
Ya tengo una fija: la clase de yoga en la mañana -está en la lista de cosas que gané con la pandemia y perderé cuando termine-. Yo quiero vivir así, lo tengo casi claro.
Esta idea delata mi bienestar y lo lejos que estoy del padecimiento de los pobres.
El virus no ha llegado en vano. Por eso anulo el deseo: tengo claro que vivo en este país, no en Francia; que muchos, muchos, la están pasando mal. Sé de las habitaciones para seis, la lluvia más adentro que afuera, el comedor del barrio para tomar el té que yo me hago con una facilidad obscena en la cocina. Muchos, demasiados, sin internet.
El virus no ha llegado en vano. Todo se vuelve más evidente: las injusticias, la desigualdad, la ausencia de solidaridad, la derrota, la victoria, la duda, el miedo, el sálvese quien pueda, el gesto solidario, la chicana miserable, la entrega de lo que sobra, la falta de lo que no se tiene, las ansias de comerlo todo, la desesperación de conservar algo.
El virus no ha llegado en vano. Vino en mi caso a poner las cuentas claras en mi balance.
Hoy experimenté una situación inédita: hice terapia por teléfono.
Rarísimo momento que no sé si fue efectivo o no. Sí quedó flotando un interrogante que me interpeló todo el día. Me lo reservo: la situación psicoanalítica es como la confesión al cura o quizás más privada porque la única que resuelve, castiga, sentencia o perdona soy yo.
El virus no ha llegado en vano, trae novedades cada día.
Sacudida aún por ese instante, y con el mate en la mano, me puse a charlar largo con un amigo productor.
Él es de esos laburantes culturales que le ponen el pecho a la escasez de todo, que busca las formas aún cuando choca con la montaña invariable que define nuestra tesitura.
“Suerte que tenemos un sueldo fijo”, fue la conclusión más tranquilizadora que nos salió a los dos, al unísono.
Volví a constatar mi situación de privilegio. Da pudor solo expresarlo.
Cuestión es que la charla rondó en esa frase del sueldo fijo porque él no es artista, pero trabaja con artistas-monotributistas-informales.
Si hay un ámbito al que el bicho le trajo calamidades es al del arte y la cultura.
El interrogante terapéutico vino de nuevo a mi mente para poner la cuota de zozobra que todavía no había sentido en esta mañana de aislamiento.
Los artistas en tiempo de virus no solo lidian con los gustos homogéneos de los públicos y la crisis económica que hizo estragos los últimos años. La pandemia sumó más… O lo puso todo en primer plano al establecer la prohibición que vuelve al arte un asunto imposible: el encuentro entre la obra y su espectador.
El virus no ha llegado en vano. Trazó blanco sobre negro en esta relación maltrecha y precipitó la muerte que la cultura sufrió hace unos años, y hasta ahora pudimos maquillar.
Ayer o antes de ayer, no recuerdo porque el tiempo y el espacio son dimensiones más relativas que de costumbre por estos días, me pasaron una nota muy sincera del diario El País de Madrid.
“De la erosión al desplome: los peligros de la cultura gratis”. Con ese título estaba casi todo dicho. Pero el citado artículo insistía más: “El cañonazo de contenidos gratuitos durante la pandemia puede que sea el canto del cisne de un sector que sobrevivió a duras penas a la crisis de 2008”.
Cañonazo es la brutal sinceridad con la que el periodista describe una situación que es, sí: bestial. También imposible de absorber, valorar, calibrar.
Rebobiné los diecinueve días que llevo de aislamiento y puse play. Demudada comprendí que no hay un día, ni uno de todo este encierro, en el que no me hayan llegado -de a cientos- anuncios de conciertos, obras teatrales, shows vía streaming, en vivo de redes, oficiales, desde la casa del artista, desde el baño o con delivery.
“Bulimia cultural”, califica el periodista de la nota española al torrente imparable de voluntarismos artísticos que desfilan cada día por las redes.
Yo seguía el repaso. La primera semana fue “alta onda”, puro “pongamos belleza al incierto presente”. También le puse "alta onda" y miré un par.
Bajo esa premisa cualquiera con guitarra en casa, o ganas, le da play el telefonito para recitar, leer, cantar o tik tokear en clave de humor.
La segunda semana ya no. Siguió el voluntarismo a pleno, pero se sumó la desesperación de los que no tienen cómo ni dónde trabajar. La cantidad de CBU que han circulado por mis muros de facebook e instagram es abrumadora. ¿El resultado?: ninguno; me confirma el productor amigo.
Ese “ninguno” tiene el signo pesos. Nadie paga, nadie o pocos, por ver en streaming lo que no les interesa ver en las salas. Internet es gratis o pirata. Y muchos, demasiados, sin internet.
Leyendo la nota, azorada, empecé a levantar temperatura: quedé así desde la teléfono-terapia. “La pandemia está funcionando como una especie de espejo de aumento de nuestra realidad social. Nos obliga a ver minuto a minuto las consecuencias, normalmente dilatadas en el tiempo... Y otro tanto ocurre con la cultura... Lo cierto es que la digitalización, la concentración monopolista y los recortes públicos han ido destruyendo progresivamente una porción muy importante de las vías de subsistencia tradicionales del sector cultural, y no ha habido sustitutos”.
Cito la nota en gran parte aquí, en mi reporte diario del encierro, porque la sesión me dejó sensibilizada y, cuando estoy en ese estado, asuntos como éste me sacan de quicio. El virus no puede con lo que somos en esencia.
Necesitaba compartir la indignación con alguien que sepa de lo que hablamos. De ahí que la charla con el productor se volvió larga y catártica. Salieron, de tanto en tanto, algunas ideas que tal vez ordenen el caos.
Ya centrada en el asunto observé, de nuevo sorprendida, que hay una plataforma del gobierno para ver gratis lo que nos dé la gana. Cada artista tiene que poner ahí su videíto de youtube. Es gratis, gratis… ¿entendés? Para mí y para el artista que no gana más que la probabilidad de que yo haga clic.
“Esto es un caos”, pensé.
En mi casa: encerrada, delante de la computadora, bombardeada -como vos- de oferta cultural, solo me he sentido abrumada, sobreinformada. Apenas si habré visto un par de esos espectáculos regalados.
No puse un peso. No lo pondría, no. ¿Ver un artista en la silla de su casa, tocando una canción o dos, que suena como... en casa? Díganme desalmada pero: no.
“Coronavirus es una corriente artística caracterizada por la bulimia cultural”, dice cínico el periodista español.
Bulímico es el palabrerío que descargué en la charla con el productor. “Cínico es pensar que hay industrias culturales donde existe Netflix, Spotify o Amazon”. Casi le grité al pobre pibe.
Dicen los analistas que el virus vino a poner en evidencia la ausencia del Estado.
Hizo más. Dejó al desnudo las injusticias, la desigualdad, la ausencia de solidaridad, la derrota, la victoria, la duda, el miedo, el sálvese quien pueda, el gesto solidario, la chicana miserable, la entrega de lo que sobra, la falta de lo que no se tiene, las ansias de comerlo todo, la desesperación de conservar algo.
“El virus no ha llegado en vano”, me dije por enésima vez en estas horas del día 19.
Se había hecho tarde, tenía que empezar a editar. Eran notas de artistas: murieron o dan shows gratis a causa del coronavirus. “¿Acaso no es lo mismo?”, me pregunté.
La omnipresencia es la ausencia. El sol se apagaba lentamente. Por suerte habría luna rosa...