24 de marzo. Mendoza
Hoy abrí los ojos a las 9. Miré el reloj para saberlo. Es que a medida que avanza el autoaislamiento, mi cuerpo y sus tiempos se desmadran, la noción tiempo-espacio se vuelve un concepto lábil, escurridizo, difícil de desentrañar. “Hay que fijarse rutinas para cada día”, recomienda una psicóloga en una de las cientos de entrevistas que solo hablan de la pandemia.
Cumplo, en estos días todo se trata de eso: fijo horarios, pero mi cuerpo no acata. Se enciende y apaga cuando quiere, como quiere y sin que el reloj le marque una lógica al deseo, a la ausencia de él, a la vigilia o al sueño.
Pero hoy es diferente. Hoy es 24 de marzo y mi carne, mi memoria, hasta mi inconsciente lo saben; más allá de cualquier circunstancia en que me encuentre.
Los 24 de marzo de mi infancia eran días de festejo. El cumpleaños de mi padre. Tengo vagos y lejanos recuerdos de algunas cenas elegantes. No me dejaban participar pero yo escudriñaba desde lo alto de la escalera que daba al living, donde nadie me veía. Podía oler el perfume francés de mi mamá, el aroma de la cena que antes había probado, espiar el traje negro y sobrio de mi papá engominado. Sonaba el tango. Cómo me gustaba ver bailar a esas gentes, en el salón inmenso que era mi living: los tacos altos, los zapatos brillantes que se acariciaban apenas en los deslices por el piso. Pero ese recuerdo es difuso. Tal vez no fueron muchos 24 sino uno solo, que en mi memoria de niña fantasiosa al extremo se extendió en una fiesta en continuado; por años, y años.
Mucho después, cuando ya la adolescencia había terminado, se esfumó el aire arrobado de músicas y pies cadenciosos. Los 24 de marzo se volvieron sinónimo de muerte: el recuerdo de mi papá que ya no estaba; el recuerdo de los años del corazón latiendo desbocado, mientras nos escondíamos de las redadas, mientras sonaban en la calle las ruedas de los camiones militares, mientras quemábamos los libros -llorando- para que los helicópteros no los vieran, mientras mirábamos al cielo para meternos hondo en la tierra y volvernos invisibles.
Y otra vez la fecha cambió de pulso: en mi juventud y adultez se me volvió grito colectivo. Salí como masa unánime, a pedir cada año “memoria, verdad y justicia”. Marché con pañuelos blancos, marché con banderas, marché cantando, marché exigiendo “nunca más”, marché.
Hoy, este 24 de marzo de 2020, abrí los ojos a las 9 y supe, sin más, que debía volver a marchar otra vez con el corazón agitado y la emoción del grito multitudinario. Pero no había calle ni geografía en la que hacer sentir los pasos, en la que sumar el cuerpo a los otros cuerpos. En la calle y la geografía de este hoy es el virus el que campea y amenaza.
¿Cómo hacer entonces? Marchar es una acción más allá del tiempo y el espacio, más allá de los dictados del cuerpo o la mente, del reloj y sus tiranías. Marchar es vivir, un modo de vivir, un modo de estar en el mundo y saber que se pertenece a un pedazo de él, y no a otro; ese que tiene una historia en la que mi mamá, mi papá, yo, antes otros y después mis hijos, son entrañas y voz. Por eso, a las 9, cuando me desperté, colgué mi paño blanco en la ventana electrónica, grité en digital “son 30 mil desaparecidos y están presentes, ahora y siempre. Nunca más”. Y fuimos miles, y volví a fundirme en el clamor colectivo, y el virus no pudo, y me sentí patria.