Mendoza. 27 de marzo. Día 8 de cuarentena
Que esté encerrada no significa que no tenga nada que hacer.
Ahora mismo, cuando escribo esto, miro-escucho la tele a mi derecha. ¡Uy¡, estoy viendo a Trump en pantalla y su pelo me dice que los lobos siguen sueltos. Lo reafirma el periodista que habla (imagen partida) de la pandemia que no sabe de imperios, mientras veo la pelambre desatada del presidente de Estados Unidos. Frente a mí -estoy en el sillón, con la notebook sobre las piernas, escribiendo- están mis hijos preparando un pic nic de sanguchitos y aperitivos.
Mientras escribo participo del momento familiar: tiro datos sobre el fiambre; pero también la oreja está en la tv con los últimos informes de la catástrofe; los dedos en el teclado de la compu; y los ojos mirando el meme más gracioso del día que hace que mis varones se revuelquen a las carcajadas.
Tienen razón. Suelto todo. Se impone estar con ellos y probar los pancitos con mortadela que, para un celíaco, son más caros y escasos que el caviar.
Un nuevo alumbramiento trae consigo el virus: la mujer orquesta no precisa moverse del metro cuadrado para seguir con la batuta dándole a uno, y otro, y otro instrumento.
Hoy, día 8 de aislamiento, la loba que ayer destazó de un zarpazo mi feminidad está mansa y alerta, dispuesta a mostrar las garras cuando sea necesario, pero también le deja espacio a la dulzura.
El día empezó calmo. La mañana hermosa desde mi terracita-patio donde tomo el sol; el sol de Mendoza, que es como ningún sol. Dispersa y redundante, me tiene el virus.
El rato de aprovisionamiento, dinero y comida, se volvió locura: colas eternas en el cajero y en el súper, de reglas controladas a punta de presencia policial, me tomaron casi todo el resto de la mañana que no ocupó el sol en mi cuerpo tendido en la reposera antes de salir.
Ya ahí, parada entre dos, a dos metros de distancia, sentí que las manos me quemaban, que con estar de pie más de lo que cualquier burocracia juiciosa pediría no era suficiente. Saqué el celular y mantuve varios chats activos con instrucciones, demandas, pedidos y aclaraciones. Cuando lo guardé en la cartera me acordé: “no sacar el celular en la calle, el virus acecha”. Tarde.
Ya de regreso, abrir la puerta y sentarme frente a la máquina para arrancar el día de teletrabajo se transformó en un solo paso. “Suerte que no tengo que ocuparme de la casa”, pensé. Mientras yo abría la sesión de windows mis hijos, como un ejército entrenado, ya habían guardado los víveres previa desinfección, aspirado los muebles, adecentado los baños y repasado por enésima vez el piso con lavandina.
Ok. Mate, termo y pc. El kit listo para afrontar las páginas. El wasap saltando de mensaje en mensaje: ¿mandaste la nota?, ¿quién edita las fotos? ¿a qué hora se maqueta? ¿lo hacés vos o vos? Entre medio de las diez charlas abiertas en continuado, la hora del almuerzo. Me toca a mí: tratos son tratos.
Otro paso solo entre la máquina y la cocina para pelar verduras y hacer un wok medianamente apetitoso. Voy y vengo, del wasap a la mesada, de la computadora a spotify, donde empiezo a escuchar el disco que lanzó hoy Martín Buscaglia porque, aunque nota no escribiré, hay que saber de qué va la cosa para dar la noticia. ¿Cómo se llama este tema que suena tan lindo?, chequeo. ¿Subiste vos la nota de las series o querés que lo haga yo?, encima ofrezco a un compañero en uno de los mensajitos que se abren sin parar. Vuelvo a la mesada, pelo la zanahoria. Vuelvo a la máquina, “le doy verde” a la nota. Y así.
Corto para el almuerzo y socializo con los míos. Sí: un break. Y vuelvo a la máquina. Hoy el cierre de la edición se va a retrasar: motor interno que dice “¡vamos, vamos que no llegamos!”.
Cuando todo termina, pienso: “Byung-Chul Han tiene razón, se nos viene la sociedad del control”. Y respiro. Es la nochecita, me preparo un vino, relajo.
Otro wasap. Esta vez de una amiga que como yo tiene dos hijos; pero de 4 y 5. Ella es lo contrario a este pulso ansioso que sostengo sin paz: súper zen, vida sana, casa con parque y pileta, puro bienestar sin barreras. La envidio, aunque la quiero, la envidio.
Le mando un audio con mi malbec en la mano: me pregunta cómo estoy llevando el encierro. Le digo: “Estoy un poco… me siento un poco claustrofóbica y esas cosas que pasan con el aislamiento. Ya terminé la edición que ha sido eterna y ahora acá, relajada, un vino, buen plan. ¿Y vos cómo la estás llevando?”.
Me asalta la certeza de que va a confrontar su cotidianidad de chica rica y hermosa frente a la laburante al día que soy. Pero tengo el malbec como escudo y la sensación del día ganado.
Su audio no puede más de imposible en el esquema que me armé: “Mirá, te soy sincera, hago lo que puedo. Hoy es mi día 9 de cuarentena. Y la verdad es que se ha hecho durísimo”.
Sí, la voz atestigua. Sigue el audio. “Primero porque mis hijos son demanda constante, no entienden muy bien lo que está pasando. O sea: entienden que está el coronavirus, que se tienen que lavar las manos y todo eso, pero no entienden nuestra presencia constante, todo el tiempo en la casa…”.
Se escucha una vocecita que dice a lo lejos “mami vos…”. Ella, sin soltar el audio que corre le acota: “no sé fijate”.
Y sigue conmigo: “Así es como que todo… Todo te lo consultan, todo te lo preguntan... Es una cosa tremenda. Y a eso sumado que la chica que me ayuda no viene desde el lunes pasado. Así que bueno… todo: cocinando, limpiando… Te juro… Y a eso se le suman las benditas tareas de la Dirección General de Escuelas que, te juro por dios, no tienen ni pies ni cabeza para un niño de 3, 4, 5 años que es nivel inicial. Así que… bueno, me pongo, la filmo, leemos, hacemos la tarea, le paso el reporte a la Señorita, un ratito vemos una peli, después jugamos de vuelta, después un ratito hacemos una manualidad… Y así estoy todo el día. Hace 9 días que no me miro al espejo… Te juro… No quiero verme. Y sin contar que para poder trabajar, porque con ellos no puedo trabajar, porque en casa no utilizo dispositivos electrónicos, muy pocas veces… Así que imaginate: se vuelven locos cuando me ven con la compu o con la tablet. Sumado a eso que…”.
Ahí, el tono de voz que viene como un mantra penoso y monocorde, cobra una índole de hartazgo contenido que jamás le escuché.
Sigue, no suelta: “Viste que no te pueden ver traaaaanquila los niños, que no te pueden ver leyendo…”.
Se escucha: “¡mami!” y ella grita: “¡estooooy hablannndoooo, hija, un segundo!”.
El audio corre y sigue. “Así que me estoy levantando a las 5 de la mañana -risa nerviosa- para trabajar…”.
Otra vez la vocecita y ella que le dice: “ya termino”. Y sigue, ya termina: “Asique bueno… en toda esa situación... Me alegro que vos la estés pasando, dentro de todo, bien: un placer estar con hijos más grandes que colaboran y ayudan. Y aparte debe ser un momento de disfrute, porque no están las 24 horas del día pegoteados. Acá está pasando un poco eso”. Otros sonidos nerviosos que intentan ser risa.
Dejo el teléfono. Miro mi vino, mi pose de maja sobre el sillón. Y pienso: “El virus ha venido para igualarnos”. Leí eso en algún lado y se me instala hoy como certeza.