Mendoza, 6 de abril. Día 18 de aislamiento D.V.
Casi 20 días de encierro. Hoy cuando abrí los ojos los sentí como una plancha oprimiendo mi pecho, mi estómago.
No fue gratuito pensar ayer en la guerra, en los médicos-soldados, en el barbijo, en la peste.
Desperté con una sensación de inestabilidad e incerteza.
Ni el sol mendocino esta vez pudo con la amenaza que lanza el virus sobre nuestros cuerpos, nuestros afectos, nuestras prácticas cotidianas.
Le puse empeño: fui hasta el espejo, me peiné -todo lo que se puede a los rulos indomables-, me maquillé suave como para sacarme las ojeras de una noche mal dormida, un poco de color en las mejillas, disimular la palidez del miedo que empezó a gravitar desde ayer; y las pestañas: viene bien un brillo en la mirada.
Es un ritual de la antigua vida que no he abandonado: mirarme al espejo y buscar mi mejor versión para afrontar el día.
Diarios. Desayuno. Orden y limpieza de lo que usamos anoche. Intercambio de charlas mañaneras con mis hijos que, a medida que pasan los días, han ido construyéndose en base a dos tópicos dominantes: la pandemia, en primer lugar; los estudios y planes creativos para abordarlos, luego. Disfrutan, mientras lavan trastos, organizan su propio espacio en la casa. “Qué bueno que no sientan fuerte las consecuencias del encierro”, pienso en esta mañana de sol negro.
Hoy el plan era distinto al de otros días: la compra para celíacos. Esto impone toda una logística que requiere del permiso para el tránsito, del auto, de lanzarse a las calles desiertas; no como en un feriado, no. Porque en el aire flota el temor y la distancia en que nos encontramos. Lanzarse a “esas” calles desiertas que se han inaugurado en estos tiempos es el asunto.
Controlé tener el papelito que me dio el diario para circular, chequeé si me servía -hoy empezaba a regir un permiso nuevo para todo el país-, subí al auto y ni siquiera abrí las ventanas. Que el virus no entre, no. No en mi auto.
Policías con barbijos a dos cuadras de mi casa. Muestro el papel. Me siento en infracción: al diario no voy pero, somos celíacos, no tenemos cerca un lugar donde buscar provisiones. Y las excepciones, en esta época de excepción, son difíciles de contemplar.
Cuando llegué al negocio donde venden esos productos que valen más que su peso en oro, estaba la chica que atiende y yo. Mientras elegía qué comprar, llegaron dos hombres más. La puerta no había quedado cerrada. Yo no la cerré porque estaba semiabierta cuando entré.
Vi la cara de la chica. Alarma, preocupación. Yo ya estaba en la caja, esperando el cobro. Al principio no entendí el por qué de su inseguridad. Ella le dijo al último que entró: “podés cerrar la puerta, por favor”. “Claro -me dije-, no más de dos en el lugar… y somos tres”.
Me inquieto. Chequeo que estos dos estén a una distancia prudencial de mi cuerpo. Ni en mi auto, ni en mi cuerpo quiero al virus. Me impaciento, quiero salir de ahí y volver a mi búnker-casa. Ahí tengo todo bajo control. Ahí no hay quien me toque, excepto mis hijos que están libres del bicho, como yo.
De nuevo, y durante todo el rato, me pica la nariz; como siempre que salgo a la calle. Ahora el acto reflejo no es tocarme el rostro sino sentirlo como mi talón de Aquiles. Me rasco la nariz con los gestos, como aprendí a hacerlo en esta nueva forma de vida que llevo. Por dentro me enojo con mi cuerpo: “cada vez que salgo, me pica. Ridículo. Basta”.
Ella, que sabe lo que cuesta la comida para celíacos, me dice: “tenés descuento en efectivo”. “Débito”, le digo; mientras reparo en que esa tarjeta ha estado más expuesta al monstruo de lo que me gustaría. No sé si se le puede pasar lavandina… por la bandita de lectura... Perderla, sería una tragedia. El drama está en los detalles.
“Es que no hay efectivo, casi. Por eso pusimos el descuento”, sonríe ella. Estoy tan nublada este día que le contesto ácida: “después de esto, quién sabe si volverán los billetes”. Asiente con la misma sonrisa que antes me puso: “el cliente siempre tiene la razón”, aunque sea una “mala onda” como ésta que le tocó atender ahora.
Salgo apurada del local. No quiero seguir ahí, cerca de gente que no conozco, que no sé qué baranda tocó, en qué mostrador apoyó las manos. ¿Habrá estornudado con el codo? ¿Se habrá lavado 20 segundos? ¿De dónde viene?
Mientras manejo de nuevo a mi casa, el sentimiento de incertidumbre y opresión con que desperté esta mañana va en aumento. Se extiende como la gangrena por mi cuerpo, por mi mente -que desde que estoy encerrada tiene más espacio para todo, se amplió, se agrandó-. Me pregunto si se notará a simple vista esa inmensidad que ha adquirido esta mente que ahora tengo.
Durante el día hablo poco con mis afectos. Estoy callada, me invade el silencio oscuro. Estoy de nuevo desfasada. Pero esta vez no es la tristeza por el encierro sino al contrario. ¿Qué va a ser de mí cuando termine la cuarentena?
Me siento como en una novela policial, en la que el que quiere salvarse se esconde mientras lo buscan, y siente que ese escondite es la única salida.
Qué gran libro es “El talentoso Sr. Ripley” de Patricia Highsmith, pienso. Quiero ser Ripley y desarrollar esas geniales estrategias para tapar las huellas. Huir hasta estar segura de que el virus no va a descubrirme.
Me acuerdo de mi amiga del hospital y su resignación: “estamos seguros de que nos vamos a contagiar”. Yo no. Voy a cuidar mis pasos, controlar hasta los mínimos detalles; como hice hasta ahora en que la pandemia no pudo conmigo. Soy la que voy a darle otro final al libro de Highsmith. Tengo que lograrlo.
Por eso me preocupa salir de esta cuarentena. Aquí, en este metro cuadrado que habito y del que salgo tan esporádicamente, todo es fácil. La lavandina y las rutinas aprendidas al llegar de la calle me aseguran el éxito.
No reparo en el hecho de que, durante este día de fragilidad que ha ido creciendo en mi cabeza, fumo un cigarrillo tras otro para mitigar la ansiedad. “Increíble que no me cuide ni un poco. El virus afecta al pulmón y yo fumo y fumo”; me digo en un momento de algún tipo de lucidez. También me lo digo enojada. Esta vez con mi mente.
Y sigo.
No quiero salir. No quiero volver a la calle, a los otros, al peligro. Ya he aprendido a disfrutar de mis días de encierro. Son plácidos, a su modo: tengo a Malova, a mis hijos cerca, mis libros, mi música, charlo horas y horas con los que quiero, me he puesto creativa, me siento fuerte.
Si salgo, ya nada será igual. Ni los otros, ni la calle, ni mi fortaleza para enfrentar los peligros, ni las charlas, ni los libros, ni las películas.
El virus me ha inoculado el síndrome de Estocolmo: ahora lo quiero; porque me ha regalado esta nueva posibilidad de cuidarme del mundo.
Lo quiero porque, en el aislamiento, volví a reencontrarme con afectos que había perdido. Sé que cuando esto termine van a evaporarse. Llegaron con la virtualidad, con lo inasible. Son, y no son, y cuando todo sea nuevamente concreto, palpable, van a esfumarse como llegaron.
Los hábitos no serán los mismos, la forma de vincularme con los otros tampoco. Yo necesito abrazar, tocar, sentir al otro con el cuerpo; además de los ojos y las palabras. ¿Cómo voy a hacer ahora? ¿Van a querer tocarme, ahora?
Para cortar esta ya evidente paranoia que me atraviesa, entro en acción: empiezo a editar un podcast sobre los poemas hermosos de Gustavo Grazioli.
El libro se llama “Distorsión”. Qué nombre apropiado para las sensaciones que me habitan este día.
Leo frente al micrófono: “Ahora escribo, otra vez/ desde la montañita de miseria/ me dejé llevar/ lo perdí todo/ estoy más liviano/ en diez años todo será igual/ tirar del hilo, tanto, tanto/ y desnudar una ferviente individualidad/ que se cobija de aplausos/ de palabras al oído/ todo verso, ya se sabe/ el grito de la noche,/ desgarrado,/ sudoroso,/ tratando de encontrar ese poquito de aire,/ verlo pasar todo tan rápido/ para saber que nunca entré”.
El poema me conmueve. Lágrimas. Se llama “Va de nuevo”.
Me digo: “sí, Va de nuevo”.