La investigación sobre la sepultura de Genoveva Villanueva tendrá que concluir por ahora: debo reconocer que no pude encontrarla. Claro que seguiré buscándola, pero prefiero dejar descansar el caso. Alejarse y mirar desde otra perspectiva suele ser beneficioso e incluso inspirador. Me es imposible considerar un fracaso a esta parcial aventura pues, aunque no logré dar con la tumba, fueron muchas las historias que descubrí a lo largo de estas semanas.
La más cruda de todas, sin duda alguna, constituyó una constante macabra que tuvo lugar durante décadas en el cementerio sanrafaelino de Villa 25 de Mayo. Debido a su cercanía con el río Diamante y el arroyo Salado, este espacio se inundó numerosas veces. Históricamente el agua arrasó con las tumbas más endebles, llevando consigo gran cantidad de ataúdes. El vecindario se acostumbró a observar féretros arrastrados con irreverencia por la naturaleza. Juan Pi, talentoso fotógrafo suizo-mendocino, incluso retrató en varias ocasiones esta especie de tradición tétrica. Pero el terror no acababa ahí. Los cadáveres también se esparcían, y eran rescatados y reubicados desordenadamente, muchas veces, dejando a la vista algunas partes de los cuerpos. Con una infraestructura adecuada la situación fue corregida y esto dejó de ocurrir.
Alfredo R. Bufano, estrella del firmamento literario cuyano, se encuentra allí. Alguna vez el poeta definió a la soledad como "una urgencia de nuestra época". No hay manera más certera de explicar el abandono del cementerio, sumergido ahora en indiferencia estatal. Sobre don Alfredo no existen enigmas: su nombre suena con la calidez de todo aquello que nos transporta a la infancia. Muchos lo leímos en la escuela, cuando las docentes daban a conocer su obra con orgullo, invitándonos a soñar despiertos. A pesar de estar tan presente, pocos saben que Gabriel Julio Fernández-Capello -más conocido como Vicentico- se llama en realidad Gabriel Julio Bufano y es su nieto. Aunque esa es ya otra historia.
Probablemente suene extraño pero no puedo pasar página sin volver al lugar donde todo comenzó. Por eso regreso al Cementerio de la Capital. Para muchos padezco cierta obsesión fúnebre, pero nada más lejano. Serpenteando por entre estas tumbas llego al pasado, algo demasiado tentador para mí. No lo digo de un modo místico: las lápidas están llenas de información. Hablan de los muertos, pero también de los vivos: son innumerables las placas, floreros o relieves de bronce faltantes. Basta con atravesar los espacios menos visibles para indignarse. Estos sacrilegios mezquinos constituyen bofetadas al honor y remiten a quienes habitan los peldaños más miserables de la escala humana.
En fin, esta vez busco visitar el sepulcro de Manuel A. Sáez. Antes de ser el nombre de varias calles de Mendoza, él fue un prolífero abogado y periodista, con una corta pero apasionante vida. Nació el 1 de noviembre de 1834 en la actual calle Ituizangó de Mendoza. Su madre no soportó las consecuencias del parto y falleció poco después. Manuelito fue criado por una esclava, con todas las comodidades de un niño patricio.
Perteneció a una familia de gran relevancia política. Su abuelo y tío paternos fueron parte del Cabildo mendocino que en 1810 adhirió a la Revolución. Por otra parte, una de sus abuelas fue hermana mayor del puntano Justo Daract, famoso gobernador de la vecina provincia.
Con sólo 10 años el futuro letrado estaba en Valparaíso, internado en un colegio inglés. Allí, lejos de nana Sixta –aquella sierva que hizo de madre– conoció la muerte de su padre. Huérfano y adinerado, el adolescente viajó hacia Alemania. Realizó estudios de abogacía en diversas universidades germanas y aprendió cuatro idiomas. Su inteligencia hizo que destacara al punto de ser felicitado por el rey Federico Guillermo IV de Prusia. Un espíritu aventurero lo guio hasta tierras lejanas, tan disimiles entre sí como Egipto y Estados Unidos.
Hacia 1856 decidió regresar a Chile, allí contrajo nupcias con Luisa Torres. Luego de dos vástagos, varias discusiones y trasladarse a Mendoza, se divorciaron. Manuel obtuvo la nulidad del matrimonio de manos del obispo cuyano, algo que le ganó el repudio social, obligándolo a abandonar nuestra provincia. Según sus descendientes se casó en tres oportunidades y tuvo ocho hijos. Su última esposa fue la hija de un cacique.
Sáez se desempeñó como periodista, legislador y juez en las tres provincias cuyanas. Además, desarrolló un enorme trabajo intelectual. En 1878 Domingo Faustino Sarmiento lo convocó para que fuese parte del Partido Autonomista Nacional, pero a través de una extensa carta se negó. Para entonces, Sáez estaba muy decepcionado de la política y la Justicia. Radicado definitivamente en una estancia de Las Heras, dedicó sus últimos años a escribir y traducir. Tenía la biblioteca más inmensa de la provincia: Edmundo Correas calculó que llegó a poseer 20.000 ejemplares. Muchos de esos libros terminaron en manos de los Civit. Su muerte se produjo el 13 de octubre 1887 y fue informada horas más tarde por diario Los Andes.
Todos estos relatos son parte de una interesante biografía que Cristina Seghesso de López dedicó al mendocino. El frente del texto muestra una foto de la histórica efigie de Saéz, que se encuentra hace más de un siglo emplazada sobre su tumba. Es la que aparece en numerosas publicaciones sobre el cementerio.
Me interesa corroborar algunos detalles, pero al llegar descubro con espanto que no está. En su lugar se alza un enorme jarrón con flores artificiales, toda una declaración de mal gusto. Notoriamente el elemento pertenece a otra sepultura y parece estar allí para llenar algún vacío. Nada indica el paradero de la pesada estatua de bronce. Es inevitable sentir rabia. Aun así confío en que las autoridades del lugar sabrán explicar esta preocupante ausencia. Después de todo, tienen la obligación de hacerlo.
Decido seguir. No hay nada más que hacer. Esta vez observo aspectos del cementerio que antes había pasado por alto. Su deterioro es notable y recorrer algunos tramos deja a cualquiera sin aliento. Mientras camino reflexiono sobre este doloroso abandono. Antiguamente estos lugares eran visitados por la mayoría al menos una vez al año, el día 2 de noviembre, para celebrar el día de los muertos. Mendoza no era la excepción. Los homenajes se sucedían y se adornaba todo con guirnaldas. Esta tradición obligaba a mantener en condiciones los camposantos. Hoy parecen ser un estorbo. De hecho muchos proyectos se presentaron para levantarlos, pero eso es imposible. Las primeras legislaciones otorgaron perpetuidad a las tumbas y por ello son inamovibles.
Cuando arribo al final del tramo histórico de este cementerio me detengo para observar los portones que dan hacia la calle San Martín. Aunque hoy se encuentran clausurados constituyeron durante décadas la entrada principal. Por eso en 1884 Sarmiento ingresó por allí.
Al sanjuanino, del que soy gran admiradora, le agradaba visitar estos espacios. Durante su estadía en Francia, por ejemplo, no sólo fue a necrópolis y catacumbas, también a la faraónica morada póstuma de Napoleón Bonaparte. Me pregunté muchas veces qué lo movía a hacerlo hasta que encontré un artículo donde él mismo lo explica: "Cada existencia es un drama, y no habría novela tan tierna ni tragedia tan pavorosa, como la que encierra bajo sus tapas de mármol, cada uno de estos sepulcros. Cada uno de los que lo visitan sigue en ellos el hilo de su propia vida…".
Repito mentalmente esas palabras, grabadas a fuego en mí, mientras me alejo para perderme en la bulliciosa ciudad de Mendoza.
* Historiadora y social media manager. Desde 2013 colabora en Los Andes. En 2016 publicó el libro “Héroes y Villanos”, sobre historia argentina del siglo XIX. Fue parte de los proyectos multimedia “La Epopeya”, “La Revolución” y “Sarmiento”, producidos por este diario.