Cuando François Truffaut le preguntó a Alfred Hitchcock qué le había fascinado de la novela de Robert Bloch, el maestro del suspenso no lo dudó: “El asesinato cuando uno menos lo espera”. Sesenta años atrás, el director británico creó la mítica “escena de la ducha” de “Psicosis” (Psycho, 1960) y marcó el inicio de una nueva era en el cine y en la sociedad estadounidense, que se dio cuenta que poco importaban los soviéticos si podía ser víctima de un aberrante crimen en su propio baño.
Poco menos de tres minutos, 78 pedazos de celuloide y 52 cortes le bastaron a Hitchcock para descolocar a los espectadores. El tráiler de “Psicosis” ya advertía algo inusual: no se iban a admitir ingresos tardíos en las salas. Para los exhibidores, era una amenaza directa a sus recaudaciones. Para Hitchcock, en cambio, sostener el misterio detrás de esa mujer desnuda que gritaba en los adelantos al compás de las cuerdas de Bernard Herrmann.
Que la Marion Crane de Janet Leigh muriera a los 45 minutos de metraje era impensado para un protagónico de la época. Más tratándose de su macabro y gráfico desenlace. El blanco y negro no solamente fue una decisión para evitar la censura, sino también una necesidad artística. Dejando atrás sus éxitos en Technicolor, Hitchcock evitó que el homicidio quedara grotesco y repulsivo -véase el resultado de la remake de 1998 dirigida por Gus Van Sant-.
La escena de la ducha, por supuesto, nace del voyerismo tan retratado por Hitchcock en su filmografía. Minutos antes del crimen, Norman Bates (Anthony Perkins) espía a Marion detrás de una pintora barroca y de temática voyerista, “Susana y los viejos”, la cual quita para convertirse él en el espía a través de ese agujero tan perfeccionado.
El Macguffin de los 40.000 dólares robados inicia y culmina la pieza. Marion está a punto de devolver el dinero, pero las cuentas no le cierran -tira pedazos de un papel al inodoro- y decide limpiar sus pecados en la bañera, aunque sin saber que a cambio de su vida.
Por primera vez en la película, la vemos sonreír de manera natural, sin fingir ante su pareja o como secretaria. Tres tomas realizan un giro de 180° para darnos la más incómoda de todas: un espacio negativo a la izquierda de la cortina del que no podemos quitar la vista. La puerta se abre. Observamos la sombra. Es la silueta de una mujer. O de Norman vestido como su madre, pero poco importa ahora. Como en los segundos del enfrentamiento cara a cara entre Jeff y Thorwald en “La ventana indiscreta” (Rear Window, 1954), Hitchcock sabe cuándo tocar el sonido del silencio y le da un nuevo giro al suspenso, concepto que se aparta totalmente del de la sorpresa. Irrumpe el cuchillo desde lo alto, desgarra la calma y da rienda suelta a los chirridos de violines, violas y violonchelos de Herrmann.
Otra vez, tres planos de acercamiento psicológico hasta llegar a la boca aterrada de Marion, similar al de "Frankenstein" (1931), de James Whale, cuando el monstruo es presentado al público.
El descalabro en el apuñalamiento no es un acto impulsivo y luego tijereteado caprichosamente en la sala de edición, sino una sucesión de tomas caleidoscópicas en medio del terror. Cuando uno cree procesar el primer frame, se produce el shock del siguiente y así sucesivamente hasta acabar con un cuchillo que nunca necesita mostrar la efectiva penetración en la piel. El ruido es natural: así suena un puñal al atravesar un melón chino, cuya capa es gruesa hasta llegar a una parte viscosa interna muy pequeña.
La mano sobre los azulejos blancos sigue el ritmo cardíaco de Marion, a punto de acabarse. Cuando la sangre desaparece por la corriente, un espiral en movimiento funde con el titileo del ojo de Marion, ya muerta en el piso del baño. Unas gotitas de agua simulan exudar la última lágrima. Como conciencia de la fe católica de Hitchcock, la cámara se desplaza y cierra la escena con un castigo: la plata envuelta en el periódico sobre la mesa de luz.
Para el director siempre se trató una broma. Quería que sintiéramos el frenesí de una montaña rusa, pero el storyboard del gran Saul Bass, creador de los créditos iniciales de “Vértigo” (1958), “Intriga internacional” (North by Northwest, 1959) y “Psicosis” (1960), entre tantos otros, demostraba el complejo intercambio entre la concepción y la película definitiva.
La contribución de Bass a tan famosa escena sigue siendo objeto de conspiraciones. El diseñador manifestó que él había estado detrás de cámaras en el baño durante la semana de rodaje, algo desmentido por Hitchcock y Leigh.
"[Saul Bass] hizo solo una escena, pero yo no usé su montaje. Debía hacer los títulos, pero como estaba interesado en la filmación, lo dejé que presentara la secuencia del detective que subía las escaleras, justo antes de ser apuñalado", aclaró Hitchcock. Como arquitecto del misterio, le concedió el rótulo de "consultor pictórico" a Bass, algo inusual para entonces.
Muchos reconocen las cuerdas perturbadoras de Herrmann aún sin saber de dónde provienen. Seguramente escucharon la música en el homenaje de “Los Simpson” (temporada 2, episodio 9). O en la entrada de Darla en “Buscando a Nemo” (Finding Nemo, 2003). Quién sabe. Así de dispares son las recreaciones en películas y series. Hasta Martin Scorsese siguió los mismos encuadres y repitió el ritmo para la pelea de Jake LaMotta y Sugar Ray Robinson en “Toro salvaje” (Raging Bull, 1980). Cuando un momento es tan insinuante, fresco y distinto a lo que hemos visto, pasa a formar parte de la conversación cultural.
Más sobre “la escena de la ducha” de Hitchcock
Además de muchísima información jugosa sobre el rodaje, en "78/52", documental de 2018 dirigido por Alexandre O. Philippe, conocemos el rostro de Marli Renfro, quien a sus 21 años aceptó ser la doble de Leigh para los planos que la requerían desnuda, al menos, implícitamente. La ex chica Playboy nunca hizo demasiado alarde de su aparición, aunque comentó un detalle clave para identificarla: su dedo anular, desfigurado por un accidente que tuvo de pequeña, es parte de la mano que tira la cortina al piso.
Además, el mito popular sostiene que el primer retrete del celuloide se mostró en “Psicosis”. Lo que más molestó a los censores no fueron los senos de la doble de Leigh sino cuando ella tira la cadena en el inodoro. Si de falso puritanismo hablamos, ahí está Hollywood para demostrarlo.