Mendoza enfrenta la necesidad de abordar temas estructurales. El agua es uno de ellos, pero la discusión, una y otra vez, termina diluyéndose. La legislación tiene 140 años, por lo que unificar y sistematizar el marco legal vigente parece, a priori, una tarea sensata. El problema radica en las formas y, en este caso en particular, también en el fondo.
Aunque se sabía que en el DGI se estaba trabajando en un nuevo Código de Aguas, el anteproyecto no se puso a disposición de la sociedad civil hasta mayo de 2024, lo que generó numerosas inquietudes. Un asunto tan delicado como el agua debería haberse tratado desde un enfoque participativo desde el inicio, pero en cambio se manejó como un proceso consultivo que se percibió como una imposición. Hace apenas cinco meses, se lanzó la plataforma “Participa”, la cual terminó fracasando, tal como lo admitió a Los Andes, el titular del DGI.
Parte de las dudas en torno al anteproyecto se fundamentaron en la supuesta afectación del patrimonio, la reasignación temporaria del uso del agua, la falta de un plan de obras que permita eficientizar el uso del recurso y la protección de los derechos legales ya existentes.
Sin embargo, hay un debate más profundo. Si la gran mayoría coincide en la necesidad de generar cambios estructurales para las futuras generaciones y cuidar el recurso, ¿es viable debatir transformaciones de tal magnitud en solo cinco meses? Evidentemente, no.
Hay que animarse a las discusiones difíciles, y es responsabilidad de toda la clase política trabajar para alcanzar consensos amplios. Además, como sociedad, debemos comenzar a plantearnos si, a la luz de los cambios, es necesario cuestionar estructuras y patrones culturales que, amparados en derechos históricos, quizá deban modificarse, porque la evidencia muestra que el agua será un recurso cada vez más escaso en el futuro cercano.