Amor por la familia y la cocina. Con esa simple fórmula podría explicarse más de 70 años de vigencia en el rubro gastronómico para los Barbera en Mendoza. Así lo transmite María Teresa Corradini de Barbera, uno de los eslabones claves de la empresa que inició con su madre Fernanda y que continúa con sus hijos y nietos con restaurantes como La Marchigiana (el original con el que arrancó todo y sus sucursales), Francesco Ristorante, Nipoti y El Bosco.
Aunque a sus 87 años ya no está detrás de las hornallas, Teresa sigue visitando las cocinas y dando su opinión de los platos, como lo hizo el pasado viernes en la presentación del restyling de Francesco, (comandado por su hija Beatriz), con espacios intervenidos artísticamente por Noe Roldán y con nuevos platos que honran su identidad italiana, pero que ahora se ha fusionado con la impronta mendocina.
“Nunca quise pronunciar bien el español, porque si pierdo mi pronunciación italiana, he perdido todo”, reconoció, a pesar de llevar más tiempo viviendo en Argentina que en su Italia. Así, con su acento “tano” todavía bien marcado, entre anécdotas, risas y por momentos algo de emoción y nostalgia, la mujer habló con Los Andes acerca de cómo construyó una de las empresas gastronómicas más exitosas de Mendoza.
- ¿Cómo se construyó el legado de la cocina italiana?
- Soñábamos con trabajar, crecer, darles educación a los hijos. Yo era muy chica, tenía 13 años. Pero eso está en la familia, dentro de cada uno, que nos enseña a querer y a tener una misión. Tenemos que trabajar y sentir lo que hacemos y amarlo, como una necesidad. Hoy lo veo en mis hijos y nietos, que ya vamos por la cuarta generación de la familia.
Empezó con mi madre Fernanda, que tuvo mucho trabajo, mucho sacrificio, muchas veces como “un pulpo” o un animalito que siempre nos estaba cuidando y atenta a todo lo que faltaba o si los clientes estaban bien atendidos. Quizás demasiada responsabilidad. Nunca es demasiado cuando hay que hacer las cosas bien. Y esto me ha dado la satisfacción de soñar en la cocina.
Después de mi madre seguimos mi esposo y yo, que repartimos los papeles en el trabajo porque si no íbamos a discutir muchísimo. Él en lo administrativo y los pedidos por mayor, yo en la cocina y en las compras diarias. Teníamos todo bien dividido, si no, hubiera sido un desastre. Porque es la verdad. Si no tenés una regla, por más que sea la familia, se desorganiza el trabajo.
Yo pensaba que mi hijo tenía que ser ingeniero y soñaba con eso, como todos los inmigrantes que queríamos que los chicos estudien y tengan una profesión para tener status. Pero el status lo tenemos todos cuando somos personas de bien, cuando alguien es honesto, trabajador. Ese es el real estatus. Mi hijo se casó joven y no se recibió, así que se sumó a nuestro trabajo.
Mis nietos se recibieron todos, pero acá estamos, hay que cuidar lo que hicimos. Eso te da una satisfacción personal.
- Esa adolescente que llegó a Argentina con 13 años, ¿alguna vez imaginó que iba a tener todos estos restaurantes?
- Lo único en lo que pensaba a esa edad era: “A qué hora termina este trabajo que me quiero ir” -risas-. No veía la hora de que mi mamá vendiera el restaurante, porque cuando sos joven no pensás en el mañana, vivís mucho el hoy. Pero después, cuando llegan los hijos y querés que estudien y darles lo mejor, cambia. A mis hijos nunca les hice faltar un libro, no me importaba si iban descalzos. Yo solo tuve 5to grado en Italia y aquí no fui a la escuela, aprendí el castellano leyendo.
- ¿En qué momento cambió ese pensamiento de vivir el día a día a proyectar varios restaurantes?
- ¡Hemos inaugurado 10 restaurantes! Antes vendíamos las llaves, porque estábamos muy cansados. Era demasiado. Llegaba a llorar a veces, pero no le decía nada mi mamá o mi esposo. La clave es tener metas. Desgraciadamente, con el mundo como está hoy, es muy difícil tener metas, pero hay una que no se puede perder nunca: la familia. Hay que darles una preparación a los hijos para la vida. Me he dado cuenta de algo con el tiempo y con un momento muy doloroso que tuvimos y es que la vida es una misión. También sobre el dolor, se puede sembrar.
- ¿Ha cumplido su misión en la vida?
- Creo que no se termina nunca. Ahora una está por los nietos. Me pasa que a veces veo niños pidiendo en la calle y sufro mucho. Porque la niñez es un cristal, es ternura, se enseña a amar en la niñez. No nacemos amando ni riendo, nosotros somos los artífices de eso: la abuela cariñosa, como la mía que siempre me hablaba del honor. Creo que lo mejor de cada ser humano es la fuerza para ir adelante y no lo podemos desperdiciar.
Me gustaría volver a ver el país como cuando llegó mi familia: con trabajo, lucha y sacrificio. Yo no creo en la división de pobres y ricos, porque no vengo de una familia rica, pero aprendimos a luchar, aportar. Eso me da satisfacción de mis nietos, de verlos trabajar.
- ¿Sigue cocinando todavía?
- Quiero, pero la fuerza ya no es la misma. Pero vigilo, vengo, voy, discuto si algo no lo veo bien y estoy adentro de la cocina. A mi nieto siempre le paso las críticas cuando pruebo alguna cosa que han hecho nueva. A veces no me contesta, pero sé que del otro lado él lo lee y se encarga de corregirlo.
- ¿Por qué cree que su cocina ha sido tan exitosa en Mendoza?
- Porque traemos la idea italiana de mucha apertura. Cuando acá no se comía mucha verdura, ponía una mesada llena de platos preparados con berenjena, zapallitos, espinaca, todo. Eso para mí es sinónimo de salud, no es solo el hecho de preparar los platos, sino preparar platos sanos, que vengan de la naturaleza.
Nunca quise traer nada importado, porque pienso que teníamos que cocinar con lo nuestro. Y ahora se está volviendo a eso, a tener una huerta propia, aunque a mí se me sequen todas las plantas -risas-.
- ¿Cuánto ha cambiado la cocina en estos más de 70 años que lleva en la provincia?
- Muchísimo. Antes no había tanto estrés, hay mucho cansancio. Pero no de brazos, sino de mente. Hay una necesidad de espacio que lentamente ha ido cambiando todo. Hay algunos que tienen que tomar una píldora para digerir la comida. El horario corrido no ayuda tampoco, porque la gente necesita dormir después de un plato potente y un vaso de vino.
Pero lo importante es que somos seres que nos acostumbramos a todo, lo importante es saber comer, algo que empieza cuando somos niños. Hay que darle importancia al alimento, para el ahorro y para que el paladar sepa distinguir lo que nos hace bien y lo que nos hace daño.
- A usted le tocó emigrar de Italia a Argentina, pero hoy sus nietos hacen el camino inverso, ¿qué le genera eso?
- Tengo nueve nietos que están fuera del país. Eso me genera pena, mucha. El mundo ha cambiado, pero necesitamos chicos que trabajen, jóvenes que puedan dar al país, porque sus padres le han dado un estudio. Pero hoy vivimos una separación social, con casos en los que no se pueden estudiar.
Hay que encontrar la forma de poder darle una oportunidad a todos, pero también premiar a aquellos que se lo merecen y hacen las cosas bien. Sino la cosa no anda, en ningún lado.
- Y todo el legado de su cocina y los restaurantes, ¿en qué manos lo deja?
- Queda en buenas manos. Y va a seguir porque hay amor por la familia, algo básico. Hay un respeto por el sacrificio de los abuelos. Lo mío fue no moverme de al lado de la cacerola, pero mis hijos y mis nietos tienen otra forma de trabajar, que a su vez une el amor y el sacrificio.
Todos han estudiado para empresarios fuera del país, no por ser más importante, sino sencillamente para saber más. Porque importante somos todos, desde el que se levanta a las 5 de la mañana para barrer la calle. Nos necesitamos los unos a los otros. No hay que cerrarse y aceptar todo lo que pueda aportar la evolución del comercio y el trabajo, para poder hacer un país vivible.