Según los datos publicados por el Indec, el índice de precios al consumidor (IPC) registró en agosto un aumento del 4,2%. Así, la inflación de los primeros ocho meses del año fue del 94,8%.
La cifra muestra a las claras que la inflación sigue siendo un problema de primera magnitud y que el Gobierno proclama un éxito que sólo es relativo.
Los economistas más cercanos al oficialismo destacan que la inflación de los últimos tres meses (de junio a agosto) fue sensiblemente más baja que la registrada en los tres meses anteriores (de marzo a mayo). Es cierto, pero es un argumento que en vez de defender la gestión del Gobierno constituye un llamado de atención.
La inflación en marzo fue del 11%, y en mayo, de apenas el 4,2%. El dato de marzo está en línea con la vertiginosa caída que experimentó el IPC desde el alarmante 25,5% de diciembre pasado.
Pero la coincidencia entre las mediciones de mayo y de agosto es una evidencia de que esa tendencia descendente se frenó. De hecho, el dato de junio fue 4,6% y el de julio, 4%.
En otras palabras, llevamos un cuatrimestre con una inflación en torno del 4% mensual.
Ese estancamiento en un escalón tan alto sería un síntoma de las limitaciones del plan económico, porque el Gobierno sigue controlando variables económicas fundamentales.
Por un lado, el precio del dólar, a través del cepo; por otro, los salarios, por medio de paritarias que convalidan aumentos ínfimos. Por ejemplo, la paritaria de los empleados públicos se cerró con un reajuste de apenas el 1%.
A ese cuadro hay que agregar que siguen posponiéndose gran parte de los aumentos tarifarios, en especial, electricidad y gas, y que la profunda recesión –aun cuando algunos sectores experimenten un mínimo rebote de la actividad– frena la actualización de precios de casi todos los productos.
De cara a la inflación de septiembre, se dice que la baja del impuesto a las importaciones podría provocar una nueva caída, al estimular una reducción de los precios internos. En el mejor de los casos, se trataría de un par de décimas. El Gobierno festejaría cualquier índice que empiece con un 3, pero un 3,7%, por ejemplo, podría indicar no una nueva caída sino una nueva oscilación en torno del 4%.
Hace varios meses, este estancamiento fue señalado por economistas críticos e independientes como un riesgo en el corto plazo. El presidente Javier Milei los tildó despectivamente como “econochantas”. Las pruebas, ahora, están a la vista.
El superávit fiscal como herramienta antiinflacionaria es una condición necesaria pero insuficiente, y el atraso cambiario frente al dólar es un obstáculo preocupante para reconstruir las reservas del Banco Central.
En este contexto, la licuación de salarios y de jubilaciones representa un gran sacrificio que no obtiene como recompensa una caída real y definitiva de la inflación.
El Gobierno tiene la responsabilidad de abandonar el relato del autoelogio y reformular su plan. El presupuesto 2025 que expuso el presidente en el Congreso promete una inflación sustantivamente menor, pero por ahora eso son sólo palabras.