Los argentinos hemos crecido escuchando que el crimen no paga. Repetida hasta la categoría de clisé, la frase ha venido a estrellarse contra la extraña capacidad de este país de naturalizar la anormalidad a fuerza de cambiarle el nombre, como si las cosas se hicieran diferentes al designarlas de otra manera o con otros énfasis.
Pero los hechos son sagrados, tal como no hace mucho tiempo sentenció el fallecido juez de la Corte Suprema de la Nación Carlos Fayt, citando al periodista inglés Charles Scott.
Las imágenes entrerrianas de policías provinciales que –debajo de capuchas o detrás de barbijos, para no ser reconocidos– llevaban vituallas a las decenas de ocupantes de un campo de la familia Etchevehere se parecían demasiado a las registradas en cercanías de Bariloche, donde la policía resguardaba a quienes habían secuestrado a los propietarios de otro predio al amparo de supuestos derechos ancestrales, mientras funcionarios nacionales –sí, funcionarios nacionales– brindaban asesoramiento y logística. No a los damnificados, por supuesto.
Escenas similares pudieron observarse en Tucumán, Salta, Chubut y en Guernica, provincia de Buenos Aires. En todos los casos, el mensaje o los gestos oficiales han sido ambiguos, tanto respecto de los intentos de usurpación como del derecho constitucional de la propiedad privada.
Es probable que no valga siquiera la pena detenerse en las disparatadas explicaciones de dichos funcionarios, encabalgados en un progresismo que les permite justificar su desapego a la ley en causas previamente sacralizadas por ellos mismos.
No obstante, los extraños modos de representantes del Poder Judicial merecen al menos un párrafo: en un giro copernicano, exigen pruebas de titularidad a los damnificados antes de resolver la cuestión de fondo, como lo es la comisión de un delito. O sea que los perjudicados son culpables hasta que se demuestre lo contrario.
Aquí vale recordar una vez más que si Franz Kafka hubiera nacido en la Argentina no habría pasado de ser un autor costumbrista.
Aún más llamativo es el silencio de las asociaciones profesionales, que parecen no reparar en que no pocos abogados hacen un raro e incluso temerario ejercicio del derecho, sin merecer reproche u observación alguna, mientras las siempre activas asociaciones de magistrados mantienen una febril indiferencia y el Consejo de la Magistratura y el Jury de Enjuiciamiento no encuentran de qué ocuparse. Demasiadas cosas para procesarlas todas juntas, pero Argentina es así de generosa en su anormalidad.
Claro que todo tiene que ver con todo: el jefe de Gabinete y la ministra de Seguridad de la Nación se han molestado en explicar que una toma no es ilegal hasta que lo confirme una sentencia de tercera instancia. Que en nuestro país sólo demora entre 10 y 15 años.
Ya se sabe que todo llega para quien sabe esperar. Y sólo por si no lo hemos entendido aún, ocurre que estamos reformulando dos mil años de derecho. En vez de penar el delito, lo premiamos.
La recomposición del orden el fin de la semana pasada sacando a los usurpadores de los predios de Entre Ríos y de Guernica va en el buen camino, pero la actitud pusilánime de muchos funcionarios deja abiertas puertas a nuevas tomas.