Hay una diferencia clara entre pobreza y hambre. Y el tránsito de una a otra situación se mide en raciones de comida. O más simplemente, en calorías ingeridas.
Si un pobre se identifica por una serie de necesidades básicas insatisfechas, la disponibilidad de comida es lo que habrá de convertirlo en un indigente a poco que las cosas se compliquen. Tanto como se vienen complicando día tras día en nuestro país.
Una buena radiografía del rápido descenso que nuestra sociedad viene padeciendo desde hace años, con una persistencia que le hace repetir sus crisis cuasiterminales con matemática precisión, es la situación de los comedores y los merenderos populares que se fueron multiplicando en áreas marginales y en otras que no lo eran, con un crecimiento que ni siquiera va de la mano de la demanda creciente.
En otras palabras, la oferta de merenderos crece menos que las necesidades de quienes se arriman a solicitar un plato de comida.
Pero una gran demanda y una oferta acotada no son el aspecto relevante de la cuestión, sino la falta de recursos.
Mientras la presión de los necesitados va en ascenso, los fondos se van achicando y se reduce la cantidad de alimentos que llega a los comedores por la vía de los donativos o de la asistencia oficial.
Hay razones para ello: la falta de visión de quienes deben salir al cruce de la problemática, lo que implicaría análisis de situación, previsión y planificación; y la asignación de recursos que deberían orientarse a las cuestiones más urgentes y se derivan a menesteres menos necesarios.
Sin obviar el gasto de tiempo y de esfuerzo que un calendario electoral literalmente demencial ha impuesto durante este año y ha distraído a todos de las que deberían ser sus obligaciones centrales.
Es casi imposible contabilizar los cientos de comedores y de merenderos que se reproducen, a veces por el accionar de agrupaciones políticas con inserción territorial en espacios carenciados y otras por la solidaridad de vecinos que se organizan para hacer lo humanamente posible.
A unos y a otros los hermana, por estos días, la carencia de recursos que desde el Estado ausente y el sector privado agobiado se achican, mientras las necesidades se expanden.
Infinidad de niños reciben hoy una ración de comida en la escuela, mientras otros ya ajenos al sistema ni siquiera pueden darse ese dudoso lujo, a la vez que la escenografía muestra con claridad lo que antes no sucedía.
Si la demanda está colapsando esta red asistencial, es porque ahora se debe dar de comer a quienes nada tienen, al mismo tiempo que se agranda la masa de quienes aún tienen trabajo, pero deben buscar otros recursos porque los salarios alcanzan para unos pocos días.
Deberíamos preguntarnos cómo fue que llegamos a esto, pero no tenemos tiempo porque el hambre es lo más urgente, tanto como para demandar que desde la política se entienda que ya no se trata de analizar o de formular declaraciones oportunas, sino de hacer.
Simplemente eso.