Las matemáticas son una de las ciencias exactas, pero el aserto no ha tenido en cuenta a la política –a quienes la hacen, en todo caso–, por esa extraña capacidad de lograr que una ciencia exacta se convierta en una ciencia de la inexactitud. La Ley de Coparticipación Federal de Impuestos que rige en Argentina, un castigo para algunos y un milagro nacional para otros, es buen ejemplo al respecto.
No se trata, en todo caso, de discutir el espíritu de la ley, sino de sus imperfecciones y de las asimetrías que su aplicación ha venido generando. Y de las consecuencias visibles de un sistema que para no pocos se asemeja a una dádiva que se recibe sin compromiso y que permite la persistencia de un sistema clientelar generador de una pobreza que se reproduce sin control.
La provincia más austral y menos poblada recibe un volumen que bien podría haberla convertido en un modelo de desarrollo para imitar, lo que claramente no sucede, pero sí ocurre que todo lo que paga el sector público, incluidos empleados a destajo, proviene de la coparticipación.
Inútil sería citar el caso de Formosa, que en décadas sólo ha logrado profundizar su atraso. O La Rioja, donde casi el 70% del empleo se registra en el Estado provincial y a la que se giraron millones de pesos unos días antes de la última elección para que pudiera pagar en término los salarios respectivos.
Algo está mal hecho, mal aplicado y peor controlado. Y ese algo distorsiona el espíritu de una ley que buscaba igualar a los más con los menos, para que las provincias más favorecidas contribuyeran al despegue de las menos dotadas.
No ha ocurrido, por cierto, quizá porque ningún gobierno provincial está obligado a rendir cuentas acerca del uso de los fondos coparticipables, porque nada se rinde ni se fiscaliza, porque los mandatarios provinciales suelen gastar sin control y además negocian obra pública por cuenta de la Nación, toda vez que sus legisladores deben votar una ley en el Congreso.
Amarga frutilla del postre es la facultad discrecional de la Jefatura de Gabinete de reasignar partidas y de agregar nuevos cheques a la voracidad de provincias que respiran en un país que se ahoga: si se miran los fondos discrecionales enviados a las provincias llamadas “amigas”, el desaguisado lucirá en todo su esplendor.
En un país cuyo Estado gasta el dinero que imprime sin control, urge concertar nuevas reglas de juego, para que la coparticipación implique desarrollo y no mayor pobreza. Sin embargo, para hacerlo se requiere del consenso de todas y cada una de las provincias, lo que por el momento suena utópico.