No hace tanto, aun cuando el tiempo transcurrido parezca demasiado, el actual presidente de la Nación, Alberto Fernández, dijo en plena campaña electoral que había que desarmar “la bomba de Leliq” que el gobierno saliente le estaba dejando, y que con la masa de intereses que dejarían de pagarse se actualizarían los haberes jubilatorios.
Transcurridos eternos dos años y medio, la bomba sigue desandando su tránsito hacia una explosión anunciada, mientras los jubilados esperan una verdadera actualización de sus haberes. Claro que están acostumbrados por todos los gobiernos anteriores a una espera sin final.
La bomba no es, sin embargo, una bomba como todas. Esta tiene la rara cualidad de seguir incrementando su carga explosiva por la acción de un Banco Central cuya autarquía ha sido el sueño imposible de algunos gobiernos y cuyo control ha sido la llave maestra para el desmadre de otros.
Constreñido a seguir financiando a un Estado insaciable, el Banco que debería regular la política monetaria se ha convertido en el dudoso prestamista que entrega a diario moneda sin valor para abonar los desvaríos presupuestarios de una gestión que gasta pero no administra.
Los números son apabullantes, aun para un país que se mofa de las matemáticas a cada paso. La gestión anterior, encabezada por Mauricio Macri, dejó una deuda de Leliq de un billón y medio de pesos, a la que la actual administración le fue sumando pases pasivos y Lebac hasta alcanzar el récord de siete billones y medio.
En otras palabras, el Central debe hoy 69.500 millones de dólares.
Y si alguien especulara que se trata de pesos y no de dólares, el intríngulis es muy simple: para pagar esa deuda de alcance planetario se debe emitir más dinero que toda la masa circulante existente, lo que implica llevar la inflación a niveles de terror, a menos que se tenga en el Banco Central el equivalente en dólares. Que no están, como se sabe.
Para condimentar ese plato indigerible, debe agregarse que la deuda del Central genera en el corto plazo intereses por más de cuatro billones de pesos o 24.700 millones de dólares, algo así como el cuatro por ciento del producto interno bruto argentino, una hipoteca que ningún mago de las finanzas podría solventar, salvo al costo de generar mayor pobreza en un país que ya exhibe en esa materia niveles inmanejables, según consta en los índices oficiales.
Eso significa que el Central emite deuda para financiar al Tesoro, paga intereses con moneda devaluada que alimenta la inflación y emite nuevos instrumentos de pago para refinanciar la deuda que no puede cancelar, incrementándola y generando intereses aún más elevados a pagar con más moneda sin valor e inflación acelerada. Es la perfecta receta para el desastre, en el marco de un bucle temporal que se retroalimenta y que, más temprano que tarde, habrá que enfrentar con un alto costo para los más vulnerables.