El presidente Alberto Fernández y los representantes de 23 gobiernos provinciales suscribieron un nuevo Consenso Fiscal, que modifica el refrendado en 2017, que establecía una baja gradual de impuestos, en especial al de Sellos y a los Ingresos Brutos.
El pacto refrendado hace cuatro años marcaba un derrotero para la reducción de alícuotas sobre tributos que están destinados a alimentar la burocracia estatal y a provocar un “efecto cascada” sobre los costos de bienes y servicios, respectivamente.
Ahora, el nuevo Consenso establece alícuotas máximas para el comercio, la industria y la actividad financiera, entre otros sectores.
Varias provincias, incluida Mendoza, tienen un gravamen menor al autorizado, por lo que –ante una situación de crisis en las finanzas provinciales– podrían aumentar la carga tributaria. La administración que encabeza Rodolfo Suárez afirmó que no prevé aumentos en los impuestos establecidos para 2022, al igual que la Ciudad de Buenos Aires, cuyo jefe de Gobierno, Horacio Rodríguez Larreta, fue el único que no suscribió el Consenso Fiscal.
La primera conclusión que se observa de los 24 firmantes es que, en muchos casos, dejaron atrás sus compromisos de las recientes elecciones, cuando prometieron no subir los tributos. Esa dicotomía entre lo que se anuncia en las campañas y la realidad en gestión provoca un fuerte descontento en la sociedad con respecto a la dirigencia política.
La voracidad del Estado nacional ha sido incontenible en los dos últimos años, alimentada por el aumento en las retenciones a los principales granos de exportación y por la creación del impuesto a la riqueza, entre otros imaginarios impuestos que se han desarrollado para sostener las finanzas públicas. El proyectado impuesto a la herencia es otro gravamen destinado a engrosar los recursos oficiales y a castigar el ahorro privado.
Aun así, la emisión y los aportes del Banco Central al Tesoro nacional han sido récords para sostener a una administración y a empresas públicas que no redujeron los gastos superfluos ni imaginaron una reestructuración de áreas que hoy permiten la informática y las nuevas tecnologías.
El Estado en sus distintos niveles ha engordado a costa de reducir el tamaño del sector privado. Una demostración de ese achicamiento quedó patentizado en el cierre de empresas. A abril último, el país contaba con 19.120 empresas menos que en febrero de 2020, configurando así la menor existencia de compañías privadas desde 2007.
Muchas entidades productivas de todo el país advierten sobre las señales negativas para la producción y el empleo que ha emitido la dirigencia política en los últimos días.
Sin embargo, las alertas lanzadas por los sectores vinculados con la creación de riqueza no han sido oídas ni respondidas por los funcionarios, en una muestra de un peligroso aislamiento con la realidad social y económica que atraviesa el país.
Más bien, sus preocupaciones parecen orientadas a generar más recursos para sostener a un Estado enorme, ineficiente y orientado a atender las demandas de la clientela política.
Las expectativas de cambio que produjeron las elecciones del 14 de noviembre se han desvanecido rápidamente.
El camino contrario al votado en las urnas es un retroceso para la solución de los problemas de pobreza, de empleo y de productividad que enfrenta la Argentina.
