El Gobierno nacional debiera analizar la instrumentación del “dólar soja” como si se tratara de un experimento científico.
Descubriría evidencia incontrastable de que su política económica está totalmente equivocada.
Durante septiembre, el Banco Central dispuso que los productores de soja podrían obtener por sus exportaciones un dólar casi un tercio más caro que el oficial.
Como las autoridades se resisten a devaluar y el Central se había quedado en la práctica sin reservas, era imprescindible captar gran cantidad de divisas y en muy poco tiempo.
El “dólar soja” significaba comprar caro algo que, luego, se vendería barato.
Entonces, para amortiguar las pérdidas, se extendió el cepo a las importaciones.
Más allá del discurso, era inocultable que eso implicaba una devaluación que beneficiaría a un único sector de la economía, aunque durase unas escasas semanas.
O, si se prefiere, que equivalía a eliminar por ese lapso las retenciones al agro.
En cualquier caso, el Gobierno se resiste a una devaluación porque, de concretarse esta, alimentaría la inflación; pero para solventar la compra de esos dólares caros que el Central necesitaba se emitió más de medio billón de pesos –y esa emisión alimentará la inflación.
En simultáneo, se tuvo que acelerar el ritmo de las microdevaluaciones diarias del peso –que ahora se ubican en el orden del 6,5 por ciento mensual, muy a tono con la inflación.
Redondeando, el campo liquidó durante septiembre unos 8.000 millones de dólares y el Central capturó 5.000 millones.
Como se trató de un experimento costoso, las autoridades debieran sacarle el máximo provecho.
Primero, demostró que la llamada restricción externa no es tal: a la Argentina no le faltan dólares; le faltan condiciones económicas que faciliten la oferta de dólares.
A un valor más alto, o con impuestos más bajos, y en el marco de un mínimo entendimiento de un actor económico con el Gobierno, en tan sólo 4 semanas las divisas aparecieron.
Segundo, y para reforzar lo anterior, terminado el experimento, al volver a regir el atrasado dólar oficial, el Central tuvo que volver a vender, aunque fuera una mínima cantidad, en un mercado donde la demanda está fuertemente reprimida por infinidad de cepos –a los que debió agregar una nueva normativa para restringir más aún algunas importaciones.
Tercero, si se aceptase con normalidad la demanda de moneda extranjera de los importadores, el Central no hubiera comprado esa cantidad. O, en su defecto, los debería vender en unos pocos días.
Por lo tanto, lo único que se ha ganado es un poco de tiempo, en condiciones extraordinarias que no se pueden normalizar: las compras del Central serán una ficción hasta que la autoridad monetaria les venda libremente a los importadores.
Mientras tanto, conocimos el proyecto de presupuesto para 2023. Hay un cierto ajuste en las cuentas públicas, es cierto. Pero la hipótesis que lo sostiene pronostica una recuperación del salario, un aumento de la actividad económica y una abrupta caída de la inflación. Cuando el Gobierno confunde ficción con realidad, envía una pésima señal.