La receta del populismo –de todos los signos, ya que no hay uno solo– es simple y no difiere demasiado. Aun cuando cambien los nombres, el paisaje y los tiempos, primero hay que crear el paciente, dotarlo de un buen número de males y luego prometerle una cura que llegará a cuentagotas. En tanto, las desdichas se multiplican y los responsables de tanta desgracia son sindicados, según la época, como la derecha reaccionaria, la sinarquía, el imperialismo, el Departamento de Estado, los liberales o la izquierda extranjerizante... lo mismo da.
Lo que no cambia es la mecánica: primero hay que dotar al paciente de cierto grado de invalidez y luego se le suministra una muleta.
En nuestro país, abundan los ejemplos referidos a estas prácticas que han envilecido a todo el arco político –irónicamente, hasta los liberales hacen populismo–, mientras la Nación se desangra en una agonía de casi ocho décadas, sumida en un bucle que la hace retornar, una y otra vez, al punto de partida, con sus habitantes más pobres y desilusionados.
Por si hiciera falta graficar la receta aplicada, basta con echarle un vistazo a la provincia de Santiago del Estero, una de las dos o tres más atrasadas del país, pese a los recursos que allí se vuelcan. La dinastía de los Zamora, que hace años reemplazó a la de los Juárez para que todo siguiera igual, decidió bajar de manera significativa las tarifas eléctricas mientras duplica los planes sociales, tras anunciar el pago de un bono extraordinario nada despreciable a los empleados públicos locales. Empleo que es la única oferta, cuando el sector privado alcanza, como en tantos otros escenarios, un desarrollo escaso.
Podría aducirse que el Gobierno de esa provincia está mostrando una gran sensibilidad, siempre que no se considere que se pueden realizar esos gestos porque la masa salarial impacta poco y nada en las arcas provinciales. En otras palabras, que se paga poco y un regalo anual no modifica la cuestión de fondo. O que se puede bajar el precio de la energía o duplicar planes sociales a caballo de un sistema de coparticipación que privilegia a las provincias que nada hacen para salir del marasmo, mientras se ajusta a las que sí producen, y se vuelcan recursos extraordinarios que otros no habrán de percibir, por su lejanía con el poder de turno.
No hace falta demasiado para entender el verdadero costo del experimento: si el viajero que llega a Santiago del Estero por la ruta nacional que la atraviesa se sale del asfalto por unos pocos kilómetros, verá la falta de agua, de energía eléctrica y de cloacas; de dispensarios y hospitales; de escuelas, transporte y pavimento. Verá, en suma, el statu quo necesario para seguir sosteniendo un poder clientelar en el que patriarcas generosos arrojan unas monedas al aire para que hambreados súbditos peleen por ellas. O sea, primero hay que enfermar al paciente y luego prometerle la cura.