La amenaza para nada velada que Rusia acaba de formular a través de las declaraciones de su presidente, Vladimir Putin, y de su ministro de Relaciones Exteriores, Serguei Lavrov, acerca de una tercera guerra mundial –algunos analistas dicen que esa ya se peleó y esta sería la cuarta– vuelve a poner al mundo a la sombra del hongo nuclear que en 1945 incineró los cielos de Hiroshima y de Nagasaki.
No es la primera vez, pero se pensaba que ya no habría otra, desde que en la Guerra de Corea, a principios de la década de 1950, el general Douglas Mc Arthur pidió el uso de la bomba para terminar con el conflicto, lo que puso en un serio compromiso al gobierno del entonces presidente de Estados Unidos, Harry Truman, y provocó que una década después la administración de John Fitzgerald Kennedy debiera lidiar con la crisis de los misiles.
Pero desde 1962, y tras una serie de tratados antimisilísticos, dicha amenaza parecía conjurada con el compromiso mutuo de Rusia y de Estados Unidos de reducir las ojivas nucleares almacenadas.
Claro que en seis décadas pasaron cosas: China se sumó el club de los países nuclearizados, tal como lo hicieron Pakistán e India, y luego Corea del Norte, amén de Francia y del Reino Unido. Y presuntamente Israel; quizá Sudáfrica e Irán.
Lo cierto es que la potencia atómica acumulada podría destruir varias veces el planeta Tierra.
Hoy se sabe que el estallido de unas pocas ojivas produciría un invierno nuclear semejante al que exterminó a los dinosaurios tras la caída de un enorme aerolito, con la oscuridad producida por el humo y las cenizas que velarían la luz solar y terminarían con cualquier forma de vida, la nuestra incluida.
Pero el saber todo eso no impide que autócratas desorbitados como Vladimir Putin -pero no sólo Vladimir Putin- especulen con el tema, olvidando quizá que ese holocausto no dejará a nadie en condiciones de contar los muertos.
Para que el mal triunfe, basta con que muchos no hagan nada, tal como lo que la humanidad toda se está debiendo: el debate global que de una vez ya no sólo limite las armas nucleares, sino que las elimine, un objetivo casi utópico pero estrictamente necesario a los efectos de que ningún tirano inescrupuloso pueda chantajear a la humanidad toda apelando al terror.
Sin embargo, siempre se necesitan dos para el tango, y este tema no puede dejarse librado a la lucidez de potencias que compiten por la hegemonía mundial.
Lo que está en juego como nunca antes en la historia de la humanidad es si triunfará la razón o si la irracionalidad habrá de prevalecer.
En suma, si se cumpliera el vaticinio de Josué de Castro cuando aseveró que desde los dinosaurios ninguna especie animal se suicidó.
Por cierto, el sociólogo brasileño parecía tener una fe inalterable en la inteligencia humana, la misma que hoy es puesta a prueba en un aislado lugar llamado Ucrania.
La invasión de un país soberano y democrático por parte de una potencia nuclear que además -pese a la desproporción fabulosa de fuerzas convencionales a su favor- amenaza con usar las armas nucleares si Occidente se interpone, es un desafío que el mundo debe sortear so pena de incluso hacer desaparecer el planeta.