Uno de los factores más complejos que encierra el arte de ejercer la política estriba en gran medida en la búsqueda de consensos en bien de los intereses de una nación y del bienestar de sus habitantes.
Pero la tarea de entendernos de modo constructivo y pacífico no es fácil. Y los ejemplos abundan. En estos tiempos de prematura fiebre electoral rumbo a las urnas de 2023, la dirigencia argentina no parece dispuesta a salir del viejo molde de las descalificaciones, de las chicanas y de las zancadillas al adversario de turno.
El problema mayor se presenta cuando las peleas por espacios de poder, así como las divergencias a veces insalvables en materia de gestión, detonan en el propio entorno del partido o alianza gobernante.
Desde que Alberto Fernández asumió la presidencia del país el 10 de diciembre de 2019, nunca tuvo una relación armónica con la vicepresidenta Cristina Fernández. Lo curioso, aunque quizá no sorprendente, es que fue ella quien lo ungió como candidato presidencial por el Frente de Todos.
Lo grave de este enfrentamiento, fomentado con dichos y acciones destempladas de la vicepresidenta, conlleva un riesgo institucional impensado para la salud de la República.
No se trata de trifulcas propias de una unidad básica. Son el país y sus contingencias de todo orden los que pagan los platos rotos por estas incongruencias rayanas con la irresponsabilidad. La sociedad, indiferente por ahora a los aprestos electorales, observa perpleja los zamarreos que se dispensan el Presidente y su vice.
Las razones de este sainete a tiempo continuado no sólo obedecen a entreveros ideológicos o de pura administración. Por caso, el rechazo de Cristina y de su tropa militante, como La Cámpora, al acuerdo cerrado por la Casa Rosada con el FMI.
Nadie medianamente informado puede desconocer que en el fondo de estos desaguisados se juegan (y se defienden) intereses por el manejo de cajas millonarias. Ahí están los suculentos presupuestos del Pami y de la Anses como botones de muestra.
Es lógico que la oposición intente sacar tajada electoral de esta contienda, si bien esa máxima de la política argentina poco y nada contribuye a encarrillar una situación nociva para la sociedad.
Son inadmisibles estos desvíos republicanos en un país donde casi la mitad de su población se desbarrancó debajo de la línea de la pobreza y en el que los indicadores muestran el drama de la niñez desamparada y en muchos casos con problemas para acceder a una alimentación diaria.
Pero vale insistir: es de una irresponsabilidad palmaria poner en peligro la institucionalidad del país por las diferencias que supuran en la cresta del poder. Es también de una temeridad brutal que algunos iluminados comiencen a ventilar augurios apocalípticos, cuando lo que se necesita es moderar las crispaciones. Sobre todo en el seno del poder.
La incertidumbre campea en la sociedad y son los gobernantes los elegidos para dar buenos ejemplos.