Es innegable que cada vez hay más conciencia social sobre la igualdad entre el varón y la mujer. Sin embargo, esa conciencia no se plasma tanto en las rutinas cotidianas, en las cuestiones centrales de la vida diaria, digamos, como lo hace frente a hechos aberrantes como el femicidio y las violaciones.
Por ejemplo, no son pocos los varones que repudian la conducta violenta de violadores y femicidas. Y cada vez son más las mujeres dispuestas a denunciar las distintas agresiones que padecen. Pero, en los empleos, las mujeres siguen percibiendo salarios menores que los de sus colegas varones, y en las viviendas las tareas domésticas siguen recayendo fundamentalmente sobre ellas.
Si entendemos que una mujer es un sujeto pleno de derecho que, como tal, puede tomar la decisión de terminar una relación sentimental, o puede rechazar el cortejo amoroso o el avance sexual de otra persona, o que no debe ser molestada en la calle con groserías o con una cercanía física que busca intimidarla, cosas que desde siempre se les han garantizado a los varones, ¿por qué es tan difícil aceptar que esa igualdad de derechos debe alcanzar, entre otras cuestiones, al mercado laboral y a la convivencia?
Estamos hablando de desproporciones importantes. Allí donde una mujer convive con un varón, ella le destina al mantenimiento y a la administración de la casa unas seis horas diarias, mientras que, si él colabora, en el mejor de los casos realiza un aporte que no le significa más de tres horas. Trabajar unas 42 horas semanales en casa equivale a un segundo trabajo.
En el mercado laboral, ocurre otro tanto: ellas sufren más el desempleo y la informalidad que los varones, y perciben entre un 25 y un 30 por ciento menos de salario por igual tarea.
Cuando una y otra realidad se combinan, el resultado es dramático: en la mayoría de los hogares monoparentales, los niños quedan a cargo de sus madres; las mujeres tienen una baja tasa de empleo formal, y, como dijimos, reciben bajos ingresos. En consecuencia, la mayoría de las personas pobres son mujeres.
Por todo ello, apenas una pequeña minoría de mujeres tiene cuenta bancaria y puede postularse a un crédito para comprar bienes durables. Cuanto más garantías requiera el crédito y más largo sea su plazo, por cada mujer que lo consigue hay dos varones que lo obtuvieron.
Estas diferencias son producto de una perspectiva cultural que debemos revertir. No hay diferencias naturales entre varones y mujeres que justifiquen estas disparidades sociales. Hay prejuicios. Investigaciones académicas diseñadas con un ingenioso mecanismo lo han demostrado: si en una selección de personal a los evaluadores de los aspirantes se les presentan los currículos sin aclarar el género de los postulantes, eligen mayor cantidad de mujeres que cuando disponen del dato.
Ante una nueva celebración del Día Internacional de la Mujer, debemos redoblar nuestro compromiso con un esquema cultural que elimine de nuestra sociedad la desigualdad entre los géneros para que podamos disfrutar la paridad cotidianamente.