En plena gira europea, el presidente Alberto Fernández hizo importantes declaraciones ante los corresponsales de medios argentinos sobre las negociaciones con el Fondo Monetario Internacional (FMI).
El razonamiento presidencial fue el siguiente: como “es evidente que la Argentina no puede pagar 19 mil millones de dólares” en 2022, su objetivo es “buscar una solución” al problema. El plan es llegar a un acuerdo que “no imponga un ajuste y que se pueda cumplir”. Pero para el Gobierno, en este momento es difícil alcanzar el objetivo porque la contraparte no coopera: “La negociación va avanzando con las dificultades que supone, porque hay un mundo financiero que se resiste a aceptar la crisis que ha generado”, señaló el jefe del Estado.
A la crisis de la deuda argentina no la generó una institución del “mundo financiero”, sino el desmanejo de las cuentas públicas en el que han caído sucesivos gobiernos. Un Estado que gasta más de lo que le ingresa necesita una vía extraordinaria para financiar ese déficit: o emite o se endeuda.
Desde el abrupto final de la convertibilidad, los gobiernos argentinos echaron mano a esas dos alternativas, en vez de ajustar los gastos. Y desde entonces, en varias oportunidades el país reestructuró sus deudas con el argumento de que lo pactado con anterioridad no era sustentable, al tiempo que prometía que sería la última reestructuración, porque ahora sí se establecían vencimientos lógicos.
Argentina sabe desde 2018, cuando se acordó el préstamo del FMI, que debería pagar unos 19 mil millones de dólares en 2022. ¿Qué programa de ahorro se fijó el Estado para ir acumulando ese dinero? Ninguno. Luego, no hay con qué pagar. Habría que cambiar, una vez más, la fecha de vencimiento. Y el Gobierno pretende que el prestamista acepte que se equivocó, que cometió una irresponsabilidad, y que por ende estire los plazos y reduzca los intereses como una manera simbólica de pedir disculpas.
El Gobierno fue con esa estrategia a la reunión del G-20. No consiguió casi nada: el documento final de la cumbre apenas sugiere que se podría seguir debatiendo el cobro de sobrecargos y la posible creación de un “fondo de resiliencia” destinado a los países pobres y de renta media, para ayudarlos con las consecuencias económicas de la pandemia.
El Gobierno debe suponer que así gana algo de tiempo. La reunión del directorio del FMI será en diciembre, unas pocas semanas después de las elecciones legislativas.
Si fuera realista, el presidente Fernández debería comprender que ya no tiene más margen para eludir discursivamente su responsabilidad. Más allá de eventuales reducciones de sobrecargos, el FMI no dejará de reclamarle un plan económico “sólido y creíble”, que es lo que su gestión no tiene. Un plan que se haga cargo de los problemas macroeconómicos y cuente con cierto aval de la oposición. Porque los ajustes serán inevitables y porque sería la única alternativa para realimentar la confianza, tanto del FMI como de los mercados.
Caso contrario, a los ajustes los harán los mercados. Y las consecuencias serán muy graves.