En junio, la deuda externa argentina superó los 340 mil millones de dólares. Es la cifra más alta de la historia, sólo comparable con la que se registró en 2004. Representa más del 100 por ciento del producto interno bruto (PIB).
Su difusión generó una discusión política inconducente. Cristina Fernández repitió su argumento preferido: el kirchnerismo desendeudó al país; al problema lo produjo Mauricio Macri.
Supuestamente, en 2015, la deuda argentina representaba apenas el 37 por ciento del PIB, mientras que a fines de 2019, al concluir el mandato de Macri, habría equivalido al 72 por ciento. Se duplicó, según la vicepresidenta.
El economista Alfonso Prat-Gay, quien estuvo en el Banco Central al comienzo del kirchnerismo y fue el primer ministro de Economía que tuvo Macri, la refutó: a diciembre de 2015, la deuda rondaba los 52 puntos del PIB. También advirtió que había omitido que durante el primer año de Alberto Fernández la deuda experimentó un “salto récord de 15 puntos”.
A decir verdad, estas diferentes cuentas podrían estar determinadas por cómo definen el concepto de deuda cada uno de los polemistas.
Cristina Fernández nunca reconoció como parte de la deuda los montos litigados en Nueva York por los llamados “fondos buitres”, que no aceptaron el canje promovido por Néstor Kirchner.
Es más, el kirchnerismo siempre habló de desendeudamiento por aquel pago intempestivo (e innecesario) al Fondo Monetario Internacional de unos 10 mil millones de dólares y porque, ante el cierre de los mercados internacionales, decidió financiarse con las reservas del Banco Central y las cajas de entes estatales, Anses, tras la estatización de los fondos jubilatorios privados, por ejemplo. Pero a la toma de estos dineros no la calificó como nueva deuda.
Finalmente, nunca contabilizó como un error la perjudicial negociación de Axel Kicillof con el Club de París.
El macrismo, por su parte, justificó los nuevos préstamos con dos argumentos débiles.
Uno, mentando el pasado, por la herencia recibida: cuentas impagas, falta de fondos, juicios que había que pagar. Pero no se explayó todo lo que debía.
El segundo, prometiendo un futuro venturoso, pleno de inversiones que nunca llegaron: la deuda financiaba el ajuste gradualista, con la expectativa de que luego crecería la economía; y si producíamos más, la deuda pesaría menos.
Sucedió todo lo contrario.
El año pasado, el Gobierno renegoció la deuda en dólares con agentes privados, no para disminuir su capital sino para prorrogar las fechas de pago.
Desde entonces, ha preferido endeudarse en pesos: la nueva deuda se pacta con un sistema de indexación atado a la inflación.
Como la inflación es alta, esa deuda crece y genera más presión sobre las cuentas públicas.
La única forma de reducir una deuda, si no se consigue una quita, es pagando. Y para pagar hace falta tener superávit: gastar menos de lo que ingresa para destinar el sobrante al pago. Pero Argentina vive en déficit, no importa quién gobierne. Y los gobiernos han preferido endeudarse antes que ajustar sus gastos.