Un viejo lugar común, vigente por décadas, afirma que a nuestro país sólo puede gobernarlo el peronismo. Las renuncias anticipadas en apenas 12 años de dos presidentes radicales, Raúl Alfonsín y Fernando de la Rúa, suelen ser usadas como argumento para sostener esa afirmación inadecuada.
De todos modos, en julio de 2019, en plena campaña electoral, Guillermo Calvo, extremando ese razonamiento, afirmó que el retorno al poder de Cristina Fernández era lo mejor que nos podía pasar, porque iba a “aplicar el ajuste con apoyo popular”: la administración entrante debería hacer “cosas que son políticamente muy impopulares”, y el peronismo contaría con un plus para ejecutar tan ingrata labor.
Tres años después, la crisis económica se ha agravado por acción y omisión de un gobierno que se negó a aceptar la necesidad de un ajuste en las cuentas públicas, y se amplificó, además, por la crisis política del oficialismo: Cristina Fernández, principal referente de la coalición gobernante, pretendió ubicarse como líder de la oposición al programa económico alternativo que, de manera implícita, el presidente Alberto Fernández, guiado por el exministro Martín Guzmán, buscaba acordar con el Fondo Monetario Internacional (FMI).
En esa virtual batalla fratricida entre distintas corrientes peronistas, las presiones del kirchnerismo sobre la Casa Rosada se podrían analizar por las periódicas declaraciones de Andrés Larroque, secretario general de La Cámpora y ministro de Desarrollo de la Comunidad de la Provincia de Buenos Aires.
Por ejemplo, Larroque supo acusar a Fernández de romper “el contrato electoral” que constituyó al Frente de Todos, al no respetar la “filosofía” del kirchnerismo. “El Gobierno es nuestro”, manifestó, para que no quedaran dudas de que Fernández no es considerado como integrante del kirchnerismo.
Ahora, la sentencia de Larroque fue esta: “Sin Cristina, no hay peronismo. Sin peronismo, no hay país”. Más allá de que sea su forma de reescribir aquello de que sólo el peronismo puede gobernar la Argentina, y que, por lo tanto, simbolice cuánto le cuesta al kirchnerismo aceptar su responsabilidad en la decadencia de la Argentina, la frase tiene por los menos dos planos.
En un primer plano, aparece el juicio a la vicepresidenta Cristina Kirchner en la causa Vialidad. A la gran cantidad de pruebas que viene presentando el fiscal en su alegato, la estrategia de la acusada y del kirchnerismo en su conjunto es no responder jurídicamente, sino en términos políticos: ella no es corrupta, se insiste; es víctima de las corporaciones que buscan destruir a la única dirigente capaz de gobernar este país.
En un segundo plano, Larroque ofrece una interpretación de la historia política nacional de una parcialidad facciosa.
Ningún partido puede arrogarse una identidad absoluta con el pueblo argentino.
Lo desmiente el pasado, que ha visto desaparecer a decenas de agrupaciones políticas, incluso tan hegemónicas como el peronismo. Y lo desmiente el presente, en las urnas y en las encuestas de opinión.
En ambos planos, la afirmación de Larroque implica una velada amenaza contra la Justicia y contra la democracia.