Las encuestas que sondean el humor y las preocupaciones de los argentinos advierten, hace un tiempo, tres cuestiones significativas y encadenadas: la inflación figura como el principal problema que enfrentamos. Muy pocos creen que el Gobierno nacional pueda solucionarlo; y un fastidio general en crecimiento es la emoción predominante frente a un devenir político y económico que deja al ciudadano relativamente impotente.
Mientras tanto, hace pocos días atrás, en una entrevista con la Televisión Pública, el presidente Alberto Fernández, a poco de haberle declarado la guerra a la inflación, no pudo ir más allá de su habitual discurso superficial, plagado de ambigüedades, al punto de que personas de su entorno trataron de explicar lo que realmente quiso decir.
Fernández habló de “una inflación autoconstruida en la cabeza de la gente”. “La gente lee que los precios de los alimentos suben, y suben los precios de todo”, fue su diagnóstico.
En la cabeza de muchos, a decir verdad, el análisis presidencial quedó asociado a una de las inolvidables construcciones discursivas de Aníbal Fernández en la época en que Cristina Kirchner era presidenta. Cuando la gente le reclamaba al Gobierno por la inseguridad, su respuesta fue que lo que había era una “sensación de inseguridad”.
¿Ahora no habría inflación en la realidad, sino una “autoconstrucción” en nuestras cabezas? Interpretación aberrante, responderían desde Casa Rosada los funcionarios que salieron a explicar la frase: con “la gente”, el Presidente se habría referido a los formadores de precios.
Convengamos que nadie lee que los precios suben, sino que todos somos testigos de esos aumentos cada vez que vamos a comprar algo. A partir de allí, cada quien registra que su dinero, en cada compra, alcanza para menos. Por lo tanto, requiere aumentar sus ingresos para compensar la pérdida de poder adquisitivo: si vende bienes o servicios, intentará ajustar sus precios; si vive de un salario, buscará un aumento.
En medio de ese círculo vicioso, la incertidumbre se apodera de nosotros: nos movemos con cierto frenesí, al compás de la inflación, porque todos ignoramos a qué precio encontraremos esos productos que necesitamos cuando tengamos que reponerlos, seamos meros consumidores, comerciantes o productores.
¿Por qué nuestra inflación mensual equivale a la que muchos países tienen en un año?
“Hay diablos que hacen subir los precios”, sentenció el Presidente, quien se propone hacerlos razonar.
Una mercadería específica puede aumentar de golpe por una fluctuación estacional, como dicen a menudo los economistas.
Si eso ocurre en un sistema económico estable, la cuota de perplejidad que genera esa alza intempestiva se reduce a su mínima expresión, y los actores se contienen porque saben que tras la suba vendrá una baja.
Pero si por esa suba todo aumenta por efecto dominó, es porque no hay una autoridad económica confiable que oficie de faro referencial.
La mayoría de los países viven bajo la primera alternativa, con una inflación anual de unos pocos puntos.
Argentina, en cambio, acelera periódicamente su inflación a niveles inauditos, con la creativa participación de sus máximas autoridades que le echan más leña al fuego.