Los protagonistas de la política argentina parecen haber perdido incluso la capacidad de fingir que les interesa lo que en realidad no les importa demasiado, al punto de que ya pocos esconden sus maniobras especulativas en público.
Para comprobarlo, bastaría repasar el grotesco –no hay manera mejor de definirlo– alcanzado en el frustrado intento de reformar la Ley de Alquileres, ese engendro que es una cabal demostración de que a veces legislar es complicar las cosas.
Con más de un año de atraso, la oposición logró el número suficiente para que la Cámara Baja aprobara algunas modificaciones destinadas a mejorar una ley que nació coja, ciega y sorda, tras demostrar que muchos legisladores no saben, no quieren o no pueden representar a quienes los eligieron.
El tardío episodio, casi anecdótico a la hora de paliar el desaguisado que dicho instrumento ha producido en el mercado inmobiliario, mostró a un oficialismo empeñado en negar lo evidente y en seguir buscando culpables para eludir las consecuencias de tres años y medio de desgobierno, mientras algunos recién llegados a la Cámara aprovechaban para demostrar un principismo que es la negación de todo lo que se parezca al arte de la política.
Las cosas empeoraron en el Senado, donde el pliego de una jueza jubilada pretende ser la moneda de cambio para tratar el proyecto con media sanción, una prueba palmaria del desparpajo con el que no pocos agravian a una sociedad necesitada. El resultado está a la vista: todo lo que podía empeorar ha empeorado.
Con la espada de Damocles de decenas de miles de contratos de alquiler venciendo a las puertas de renovaciones imposibles de afrontar y un mercado paralizado en el que el número de inmuebles vacíos se incrementa día tras día, el drama de muchos parece no conmover a los pocos que deben hacer su trabajo para resolverlo.
Queda claro que no es el momento de pasar facturas o de acordar transas indigeribles, pero el caso vale para atestiguar lo que no debería sucedernos, como que propietarios irreductibles prefieran tener sus inmuebles deshabitados, afrontando el costo muerto que ello implica, o que representantes de los inquilinos se atrincheren en la defensa de instrumentos legales condenados al fracaso antes de que siquiera hayan sido aprobados, con el agravante de que el intervencionismo estatal ha demostrado, una vez más, que es puro obstruccionismo si no tienen en cuenta la dinámica del mercado y la cultura económica de los argentinos.
Locatarios y locadores necesitan un panorama claro en el que los instrumentos legales no se conviertan en camisas de fuerza y, claro está, un marco de previsibilidad en el que el Estado garantice que ninguna de las partes pueda abusar de su posición. Pero, fundamentalmente, que haya políticas de estímulo para quienes invierten en viviendas de alquiler tanto como que quienes alquilan puedan ilusionarse con la posibilidad del techo propio. Por el momento, nada de esto está a la vista, mientras los responsables de ocuparse de la cuestión están en otra cosa.