Luego de una pulseada lamentable entre el Gobierno nacional y los gremios que operan y controlan Aerolíneas Argentinas, alguien tuvo la novedosa idea de convocar a los jefes gremiales a una mesa de negociación. Mesa que ha dado algún resultado, como el acuerdo al que se llegó la semana pasada con los trabajadores.
Para que ello ocurriera, debieron mediar varios paros casi salvajes y una catarata de amenazas oficiales apocalípticas, como el procedimiento de crisis para la empresa, su cierre o el traspaso a los empleados, todo ello magnificado por la desmesura del accionar de conducciones gremiales que en años recientes se hicieron a la idea de que la empresa de bandera les pertenece y de que son quienes deciden lo que se puede y lo que no se puede.
Unos y otros pagaron un alto costo.
Unos, los gremios, por demostrar otra vez, como si fuera necesario, que han perdido el norte y el sentido de la proporción.
Y otros, el Gobierno, exponiendo en vivo y en directo que no tienen un proyecto para abordar la cuestión, pero al mismo tiempo les sobra desconocimiento sobre el tema.
Como suele suceder en estos casos, ninguno de los contendientes ha salido bien parado.
La triste lección en un país en el que nadie parece aprender lección alguna es que este conflicto ha perjudicado aún más a una empresa golpeada por su falta de credibilidad (en Uruguay, se ha recomendado a los turistas no volar por Aerolíneas) y a los sufridos pasajeros, rehenes de la prepotencia de unos y de la incompetencia de otros.
Sucede que la empresa tiene autoridades que fueron designadas por la gestión actual, autoridades que no estuvieron a la altura, y el mismo Gobierno se enredó en su propio discurso privatista, que sólo ha servido hasta ahora para hacer títulos en la tapa de los diarios.
Ni siquiera una ley votada por el Congreso que declare a Aerolíneas Argentinas sujeta a privatización –lo que está lejos de ocurrir– pondría luz alguna en la cuestión.
Porque no existen privados tan ingenuos como para sumarse a una aventura de dudosos resultados.
Peor aún, una privatización implicaría un costo imposible para el erario público, que debería indemnizar a miles de trabajadores y hacerse cargo de los pasivos respectivos, tal como sucedió con las supuestas exitosas privatizaciones de la década de 1990.
Eso sin olvidar que el cierre podría costar miles de millones de dólares.
En suma, que va siendo hora de que se ponga en el tema una cuota de sentido común, para hacer de esta controvertida empresa aérea un emprendimiento al menos equilibrado, que mantenga la conectividad del país y respete a sus usuarios.
Y, sobre todo, a la sociedad que la sostiene.
Para ello, los gremios deberían entender los cambios que los tiempos imponen; y las autoridades nacionales, poner al frente de la gestión a quienes tengan capacidad aquilatada.
Unos y otros deberían entender que proclamar victorias inexistentes lleva a resultados contraproducentes.
En síntesis, la transformación de Aerolíneas Argentinas es imprescindible, no puede seguir como está, pero para eso se necesita más gestión e ideas que amenazas y proclamas puramente publicitarias.