La posibilidad de un acuerdo entre Argentina y el Fondo Monetario Internacional (FMI) para renegociar los vencimientos del préstamo de 2018 está más lejos que lo que pensábamos.
Esa es la conclusión que dejó la reunión del presidente Alberto Fernández y su ministro de Economía, Martín Guzmán, con varios gobiernos provinciales.
No hubo anuncios concretos. Se señaló en reiteradas oportunidades a la oposición como un obstáculo que atenta contra el acuerdo, y se advirtió sobre la distancia que habría tomado Estados Unidos de la posición argentina, lo que dificultaría más la negociación.
Esa doble traba, en la perspectiva del gobernador de Buenos Aires y exministro de Economía, Axel Kicillof, obligaría a “revisar la estrategia” de Guzmán.
El Presidente no respondió; tampoco pidió precisiones.
La crítica del kirchnerismo, que desconfía de Martín Guzmán, quedó esbozada.
Ese silencio presidencial resultó muy significativo, sobre todo porque no se repitió frente a la irresponsable sugerencia del gobernador de San Luis, Alberto Rodríguez Saá, que propuso declarar “odiosa” la deuda y recurrir a la Corte Internacional de La Haya.
Fernández le recordó que denunció penalmente a Mauricio Macri y a otros funcionarios por solicitar ese crédito. La denuncia incluye a un miembro del FMI que integra la administración del presidente de Estados Unidos, Joe Biden. Otro desatino.
Políticos, analistas, consultores de mercado, empresarios, inversores, todos hicieron la misma lectura. El FMI pretende un sinceramiento de los números de la economía real, y el Gobierno interpreta que aceptar esa condición representaría un ajuste: debiera frenar la emisión y el endeudamiento, lo que implicaría reducir el déficit; contener la inflación y dejar de pisar el tipo de cambio, y apuntar a tasas de interés positivas (por encima de la inflación).
En otras palabras, debería cambiar su esquema económico. Fernández dijo que no aceptará ningún ajuste. Declaración altisonante que forma parte del relato. El Gobierno plantea que las cuentas se ajustarán solas en el mediano plazo por efecto del supuesto crecimiento de la economía que generaría la continuidad de sus medidas actuales. Apoyo tácito a la tesis kirchnerista, entonces, que sostiene que primero hay que crecer para luego pagar.
Pero la economía argentina no crece hace mucho tiempo, apenas si rebota asimétricamente por sectores después de cada una de sus abruptas y periódicas caídas. Y la alta inflación encubre el trabajo sucio del ajuste, mientras todos nos empobrecemos en una economía que carece de moneda y de reservas.
Si en una negociación la demanda de una de las partes es incompatible con la respuesta que recibe de su contraparte, no hay posibilidad de llegar a un entendimiento. Por eso, lo único que produjo la explicación presidencial fue mayor incertidumbre y desconfianza. El dólar subió en todas sus variantes. El riesgo país orilló los 1.800 puntos y los títulos de la deuda se depreciaron una vez más, como si el default fuera inevitable.
Cuando la declaración política desestabiliza el escenario económico, se requiere un cambio profundo para revertir la tendencia.