Algunos no quieren verlos, pero los signos están allí, tan claros y nítidos que son como un cachetazo en la mala memoria de una sociedad siempre reacia a aprender sus lecciones. La violencia se está reinstalando entre nosotros y día tras día vemos cómo se va convirtiendo en un dato cotidiano que acaba por naturalizar la anomalía.
El pasado martes 23 de noviembre, un grupo gauchesco arremetió contra una movilización mapuche en El Bolsón, lugar donde un par de días antes un miembro de esa comunidad había muerto en un episodio pendiente de esclarecimiento.
Es el mismo territorio donde se suceden los actos de vandalismo de tintes terroristas que funcionarios nacionales, como los del Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (Inai) azuzan, convertidos en jueces y parte.
En la escalada de violencia también se puede incluir el ataque a balazos contra locales comerciales en una Rosario que es la más clara imagen del fracaso derivado de la cómoda ceguera de no pocos y de la inoperancia de policías, de magistrados y de políticos.
Sin olvidar un caso de “gatillo fácil” en el que tres futbolistas adolescentes fueron baleados por quienes ostentaban un sólido currículum para no ser nunca policías.
Ni el ataque incendiario contra la sede de Clarín. Ni las excusas del ministro de Seguridad para eludir el tema del extremismo en Río Negro, en Neuquén y en Chubut, los casos cada vez más frecuentes de cuentapropismo autodefensivo y el oportunismo deplorable de una nueva figura de la política argentina que propone que todos salgamos armados a la calle.
Demasiadas cosas para ignorarlas, en un escenario en el que todas las formas de gobierno han resignado el control de la calle, en una permisividad que no tendrá retorno, mientras encapuchados provistos de garrotes deciden si permiten o no la circulación de las personas.
Son los modos y signos de un proceso de descomposición que no comenzó ayer y que pone en cuestión a la democracia misma, mientras los extremos se asocian para propuestas de una intolerancia moldeada en la fragua del fracaso institucional.
Y el discurso imperante sigue siendo el de todas las crisis de representatividad, el de la elección del otro como el enemigo necesario responsable de todo.
El tejido social cada vez más desarticulado de la Argentina tiene en abundancia la materia prima heredada de la impotencia de sus dirigentes y la lasitud de una sociedad que no quiere o no puede.
Y en ese contexto de impotencia, cualquier aventura está permitida.
Eso es así porque da igual que una pancarta de la organización criminal Montoneros se pasee por las movilizaciones en Córdoba o que algunos vayan a un acto político en un Falcon verde reivindicando a la última dictadura.
Lo que urge en este clima cada vez más tenso es recuperar el imperio de la ley.
Porque el huevo de la serpiente está allí transparentando lo que anida en su interior, y sería de una necedad irremediable seguir negando lo que salta a la vista.
Argentina lleva en su memoria histórica tiempos no muy lejanos donde la violencia reemplazó enteramente a la política y el país todo se convirtió en un baño de sangre.