La crisis que produjo la caída del gobierno de Fernando de la Rúa, de la que se cumplen mañana 20 años, puso a prueba seriamente la institucionalidad en nuestro país.
Por primera vez en el tiempo democrático inaugurado a fines de 1983 un presidente de la Nación se veía obligado a renunciar al promediar su mandato en medio de una grave crisis económica, social y política.
Los mecanismos institucionales se pusieron a prueba y en marcha ante la acefalía.
En los términos y plazos constitucionales previstos el Congreso de la Nación, reunido en Asamblea Legislativa, dispuso la transitoriedad para completar el período de gobierno del presidente renunciante.
El recambio, por lo menos, apaciguó las protestas encendidas que habían dado paso a una represión descontrolada y de consecuencias dramáticas.
Es justo reconocer, en primer lugar, que la situación no era la más adecuada cuando De la Rúa asumió la conducción del Estado.
En el país había recesión, fuerte endeudamiento y un nivel de desocupación que derivó en el crecimiento del empleo informal, entre otros aspectos.
Muchos analistas coinciden en que la decisión de mantener, no obstante, la convertibilidad heredada de la anterior gestión del presidente Menem redujo la capacidad de reacción del Gobierno en lo referido a su política económica.
También cabe destacar que De la Rúa fue elegido por una muy amplia franja de la ciudadanía, que anhelaba que la promesa de cambio en el uso del poder, que él pregonó durante su campaña, diera paso a una etapa de superación que, a su vez, pusiera punto final a personalismos que casi siempre concluyeron entre la opacidad y el desencanto popular.
Sin embargo, los problemas estructurales de la Argentina se han mantenido a lo largo de dos décadas tras aquella crisis.
Los niveles de pobreza de la población llegan a cifras alarmantes como producto de una economía siempre inestable.
La confianza en el futuro del país decae entre los más jóvenes, acentuando la búsqueda de mejor destino por parte de importantes porcentajes de la población.
Tanto en aquellos años de efímera presidencia de De la Rúa como en los actuales, la necesidad de consensos políticos queda en evidencia.
La Argentina necesita consolidar su sistema democrático dejando de lado en forma paulatina los personalismos para dar paso a aceitados mecanismos de diálogo que superen diferencias surgidas de la especulación y la mezquindad.
Un ejemplo, el reciente y frustrado debate del presupuesto nacional en la Cámara de Diputados donde se desperdiciaron todas las posibilidades de acuerdo por la imposición de las ideas de los sectores más intolerantes del oficialismo.
La crisis de 2001 no debe quedar sólo como una efeméride, como un recambio institucional producido por la deserción de un gobierno.
También debe ser considerada como una lección que buena parte de la dirigencia política argentina adeuda a la sociedad en su conjunto.
Es que a 20 años del crucial acontecimiento que cambió profundamente la faz de la Argentina, sus nefastos efectos siguen cohabitando con nosotros, no se han marchado y en algunos casos se han profundizado.
Es tarea principal de la dirigencia política y de la dirigencia en general, dar vuelta al fin la página.