La transformación digital y tecnológica es una realidad en el mercado laboral. Más allá de que la pandemia nos haya mostrado los beneficios de la virtualidad y del teletrabajo, la robotización y el uso de inteligencia artificial ya no son el componente principal de utopías futuristas, sino un rasgo de nuestro presente.
En el mercado laboral argentino se buscan perfiles acordes con esas características. Pero un enorme segmento poblacional no está preparado. Un reciente estudio de una consultora especializada en el tema advirtió que el 72 por ciento de los empleadores tienen problemas para conseguir empleados con las habilidades y las competencias requeridas por determinados puestos.
El empleado clásico, que podía ser tomado por la industria gráfica, el comercio automotor, los supermercados o la gastronomía, hoy no es demandado. Los rubros que se muestran activos, tanto en la industria como en el comercio y en los servicios, están definiendo, o ya han definido, un nuevo perfil laboral.
Los analistas agrupan los nuevos requerimientos en cuatro categorías: habilidades cognitivas, como planificación y flexibilidad mental; habilidades interpersonales, como trabajo en equipo y afinidad en la relación con el otro; habilidades de autoliderazgo, para garantizar autodisciplina, automotivación y cualidades de emprendedurismo, y habilidades digitales, lo que exige manejar con fluidez diferentes tecnologías.
El cambio representa un desafío educativo. O, si se prefiere, formativo. ¿Cómo formar, cómo estimular esa mentalidad en los adolescentes y en los jóvenes? Todo el mundo mira, en primer lugar, hacia la escuela secundaria; y en segundo lugar, hacia las carreras terciarias y universitarias.
Y aquí el punto no debiera ser, necesariamente, la incorporación de nuevas materias o nuevos contenidos, sino una transformación radical en el método de enseñanza, en los objetivos y en el sentido de las evaluaciones. Porque lo primero que debiera revertirse es el deficiente aprendizaje, sobre el que tantos diagnósticos se hicieron en las últimas dos décadas.
Recordemos que la mitad de los adolescentes no terminan el secundario a la edad establecida.
Ese 50 por ciento que queda en el camino no tiene la posibilidad de seguir estudiando.
O, en el mejor de los casos, retoma sus estudios muchos años después.
En cualquier caso, ¿qué posibilidades laborales tiene un joven de unos 20 años que no ha concluido el secundario?
A la otra mitad no le va mucho mejor. Porque, para resumir el asunto en dos cifras, sólo uno de cada dos adolescentes que terminan el secundario entiende lo que lee; y sólo uno de cada tres comprende un problema lógico-matemático.
Ambas cuestiones dan cuenta del tercer elemento: en general, no han incorporado técnicas de estudio, de modo que no tienen autonomía para enfrentar el análisis de un problema cualquiera por sí mismos.
De todo ello se deriva la alta deserción que se registra en los primeros años de la educación superior, con la consiguiente carga de frustración y fracaso.
En consecuencia, la reforma educativa se ha convertido, como la vacuna contra el coronavirus, en una necesidad económica.