Un antiguo proverbio indio asevera que quien cabalga un tigre no puede desmontar por miedo a que el tigre lo devore. Nada más aplicable podría encontrarse para entender a Nicolás Maduro, el hombre que ha llevado adelante el sueño chavista de fundar una nueva república sobre los escombros de la democracia venezolana. ¿Acaso alguien podría suponer que Maduro haría algo distinto a lo que está haciendo?
Veinticinco años en el poder han construido en Venezuela una “nomenklatura” prebendaria, esa que vive de los restos de lo que fue un país rico bendecido por reservas de petróleo que se cuentan entre las tres más importantes del mundo, y la mayor reserva de oro aluvional conocida hasta ahora. Esos recursos alcanzan para sostener a los beneficiarios de la revolución bolivariana, que se parecen excesivamente a los de Cuba, Nicaragua, la antigua Unión Soviética o Corea del Norte.
Pertenecer tiene sus privilegios. Y estar a la cabeza de ese emprendimiento –al final, toda revolución deviene en emprendimiento– crea obligaciones insoslayables: Maduro no puede defeccionar ni aun queriendo, porque cabalga un tigre. Mandos militares que explotan oro y trafican armas y cocaína asociados con los carteles ligados a la disidencia de las Farc colombianas, en el marco de un sistema penetrado hasta la médula por el narcotráfico, con formaciones paramilitares, un sistema judicial pervertido y decenas de miles de funcionarios de ocasión. No se sale de eso apelando a buenos modales.
Nadie debería caer en la trampa de considerar a Maduro un improvisado, un habitante más de ese universo de autócratas latinoamericanos retratados por Miguel Ángel Asturias, Augusto Roa Bastos, Mario Vargas Llosa o Gabriel García Márquez. El hombre ha sabido retener el poder delegado en vida por Hugo Chávez, jugando al gato y el ratón con el Departamento de Estado de Estados Unidos, ridiculizando de paso al Vaticano y dejando con un palmo de narices a los países europeos que quisieron mediar en la región.
Maduro no puede sino hacer lo que está haciendo, a menos que acepte que su futuro es un desteñido exilio en Cuba, país al que ya no le podría garantizar petróleo barato, y en cambio le cobraría muy caro el refugio. Sabe, como muchos, que el mundo se ha vuelto pequeño y no hay demasiados lugares a donde ir: sus socios de China, Rusia e Irán sólo habrán de acompañarlo hasta que eso lesione sus intereses en la región y habrán de dejarlo en la puerta del cementerio.
Lo ingenuo habrá sido suponer que esta vez serían aceptados los resultados de una elección que ya había sido trampeada cinco años atrás. Pero para la comunidad internacional queda la lección indisimulable de que es imposible negociación alguna con un fullero, salvo que se quiera asistir a otros 25 años de tiranía. Al fin y al cabo, a Fidel Castro le dio resultado, tal como lo aseveran 65 años de sometimiento cubano. Y sobre lecciones, vale citar a Aldous Huxley: “La única enseñanza de la historia es que nadie aprende las lecciones de la historia”.