La reforma constitucional de 1994 alumbró el Consejo de la Magistratura para dotar de mayor rigurosidad a la selección de los magistrado y a la administración del Poder Judicial. Ese fue su principal propósito.
Fue también la Constitución la que le otorgó una integración periódica “de modo que se procure el equilibrio entre la representación de los órganos políticos resultantes de la elección popular, de los jueces de todas las instancias y de los abogados de la matrícula federal”, además de representantes de los ámbitos académico y científico.
Finalmente, la regulación de la conformación de la Magistratura con participación judicial y política, principalmente, además de académica y científica, quedó delegada en una ley a sancionar por el Congreso de la Nación.
Esto significa que lo que el constituyente no incluyó quedó a merced de la dirigencia política encargada de legislar en base a los preceptos que marca la ley fundamental del país.
Se llega a la conclusión de que lo que buscó la Convención Constituyente fue responsabilizar a la política en el armado de un poder del Estado que, justamente, es el que debe estar alejado de las presiones políticas y sectoriales.
El último fallo de la Corte que declaró la inconstitucionalidad de la ley que reformó la Magistratura por iniciativa de la entonces senadora Cristina Fernández de Kirchner ciertamente hizo volver las cosas a la horma constitucional.
Fue un fallo largamente demorado, es verdad, pero que de ningún modo invalida lo resuelto; no hay nada que se objete desde el plano legal.
En la independencia de la justicia reposa la existencia de una república.
La ley declarada inconstitucional había capturado en manos del oficialismo de turno al Poder Judicial con facultades que contrariaban lo que pretendió el constituyente al incorporar al Consejo de la Magistratura.
Por lo tanto, lo que hemos observado los argentinos en los últimos días no es otra cosa que una fuerte disputa por el poder político, por parte del oficialismo y en el ámbito de la justicia, demostrando que, en definitiva, lo que se busca es el control de un poder del Estado que debe ser equidistante de la política, con la coincidencia de que quien evidentemente pilotea la estrategia es la vicepresidenta de la Nación, desbordada de comprometedoras causas judiciales que surgen de su paso por la administración del Estado en años anteriores.
La grosera división del bloque oficialista en el Senado para posibilitar la presencia de un consejero de la Magistratura más que responda políticamente al poder de turno, no hace otra cosa que evidenciar el afán persecutorio del gobierno a jueces y fiscales no alineados con sus propósitos de impunidad para los ilícitos denunciados y en proceso judicial.
Obviamente, le compete a la oposición agotar instancias ante la Justicia para intentar frenar esta nueva embestida.
Pero también esa dirigencia opositora es la que, en este contexto, debe actuar despojada de toda acción que genere más suspicacias sobre connivencias que conducen al desencanto generalizado de la población en sus instituciones.
El manoseo institucional que hemos observado esta semana por parte de quienes se negaban a respetar la decisión de la Corte es algo que rebaja la entidad republicana de nuestro democracia, por lo que no debería repetirse en el futuro.