Por culpa de un hexagrama del I Ching o de una mala traducción de un ideograma chino, se ha difundido la idea de que toda crisis implica una oportunidad. Es un pensamiento optimista pero que no resiste la prueba de los hechos. Y menos aún esa gran prueba contra el optimismo que es la historia política y económica argentina.
El arribo de Sergio Massa al gabinete nacional, con el estatus de un superministro a cargo de las áreas de Economía, de Agricultura, Ganadería y Pesca, y de Desarrollo Productivo, es sin dudas el efecto de una crisis de gobernabilidad.
El presidente de la Cámara de Diputados sonaba desde hace tiempo como una figura que podía integrarse al Ejecutivo, ya no para enderezar el rumbo de la gestión sino para evitar que naufrague. Vale decir que antes que una oportunidad se trata de un último recurso.
El Gobierno nacional viene caminando por el borde del precipicio desde que las diferencias entre el presidente Alberto Fernández y la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner empezaron a manifestarse en público y a ser declamadas en voz alta. El telón de fondo de esa pelea en la cima del poder es una inflación imparable, una brutal erosión del poder adquisitivo de los salarios y una desconfianza cada vez más marcada en toda la sociedad. Como si la grieta se hubiera soldado de la peor manera imaginable.
Esas tensiones internas se tradujeron en una corrida cambiaria y financiera, con la renuncia de Martín Guzmán a principios de julio. Por falta de instrumentos para imponer las medidas que consideraba necesarias a fin de limitar el gasto público, el entonces ministro de Economía dejó su puesto con un mensaje vía Twitter justo en el momento en que Cristina Kirchner arremetía contra él. La consecuencia inmediata fue una estampida. En menos de 30 días se dispararon la cotización del dólar, el riesgo país y los precios en las góndolas. También aumentaron los reclamos de los movimientos sociales, incluso de históricos aliados al kirchnerismo.
En ese contexto de máxima turbulencia deberá actuar Sergio Massa, lo mejor y lo más rápido posible. Pero todo indica que el daño ya está hecho y que tal vez la etiqueta de “superministro” sea excesiva, si se tiene en cuenta que en el área crítica de Energía siguen los mismos funcionarios cristinistas que no pudieron avanzar a tiempo con el gasoducto de Vaca Muerta, para evitar el gasto de miles de millones de dólares en la importación de gas, y que tardaron meses en diseñar un esquema de tarifas segmentadas.
Gobierne el partido o la alianza que gobierne, la Argentina ya no puede darse el lujo de autoinfligirse una crisis suponiendo que esta representa una oportunidad. La hiperinflación de 1989 y el estallido social de 2001 consolidaron una desigualdad de fondo, estructural, cada vez más difícil de modificar, aun en períodos de crecimiento. La consigna debiera ser “basta de crisis”. Apostemos al consenso y a la racionalidad.