El gobierno nacional atravesó esta semana una grave crisis derivada de la derrota electoral en las PASO.
El golpe impactó en el ánimo de los principales referentes oficialistas, que aspiraban en noviembre a potenciar la presencia oficialista en el Congreso.
Aunque bastante acostumbrados a este tipo de situaciones, probablemente nunca los argentinos agotemos nuestra capacidad de asombro en materia política.
Como pocas veces antes, quedaron expuestas en estos intensos días posteriores a las primarias las notables diferencias internas en el frente gobernante, que salieron a la luz y pusieron en lógica situación de alerta a la dirigencia política en general.
Decíamos hace pocos días en este mismo espacio editorial que si las elecciones primarias hubiesen resultado medianamente favorables para el Gobierno, probablemente las desinteligencias que paralizaron la semana política hubiesen sido de menor tenor.
La renuncia que varios funcionarios pusieron a disposición del Presidente de la Nación fueron la antesala de la feroz crítica que efectuó públicamente la Vicepresidenta, condenando en gran medida la acción del gobierno en estos primeros dos años y demostrando que es ella la que ejerce, realmente, la conducción del oficialismo.
El nuevo equipo ministerial muestra en gran medida su sello. Algunos de los que amenazaron con irse ahora siguen en el elenco de colaboradores.
Lamentablemente, la tensión que se observó colocó en una posición endeble al titular del Poder Ejecutivo y a sus funcionarios cercanos.
No obstante, es de desear que esta aparente solución de la gravísima crisis, con los cambios ministeriales que se acaban de efectivizar, pueda rápidamente disipar la desconfianza y el descreimiento en la figura presidencial.
Independientemente de los entuertos del poder, la calidad institucional debe ser preservada.
Por otra parte, al no involucrarse en la discusión entre dirigentes del espacio gobernante, la oposición mantuvo una saludable distancia, probablemente conscientes sus referentes de la responsabilidad que les compete para garantizar el normal funcionamiento de las instituciones de la república, muy especialmente en caso de que el diferendo entre los sectores del Gobierno se hubiese prolongado.
Reiteramos el concepto que ya expresamos en nuestro editorial del viernes 17: la crisis desatada en el oficialismo obliga a agotar todas las instancias posibles de negociación. En primer lugar, en el seno del Gobierno y luego entre las fuerzas políticas con representación parlamentaria.
Decíamos y reiteramos: el mandato constitucional del presidente de la Nación debe ser defendido hasta las últimas consecuencias. Su derrotero debe ser el resultado de su propia voluntad, no de otros.
Ya lo hemos expresado: un estadista no debería temerle al temporal político, propio de los quehaceres de la función pública. El jefe del Estado debe ampararse en los mecanismos que le otorga la Constitución para ello, como, por ejemplo, tender puentes con la oposición para poder garantizar gobernabilidad, principio fundamental de la vida democrática.
Crisis en el espacio de poder, como las observadas en la última semana, deben constituir sólo heridas superficiales que la democracia sea capaz de hacer cicatrizar en el marco de la institucionalidad que todos deben respetar.