Una vez más los argentinos debemos lamentarnos por el desorden, el descontrol y el afán de utilización política de un suceso que, como el funeral de Diego Armando Maradona, debería priorizar el respeto que las circunstancias imponen.
La jornada del jueves 26 sólo quedará en el recuerdo por la prepotencia y el caos y no por lo que el mundo pretendía: observar las imágenes de lo que, se suponía, sería una solemne y multitudinaria despedida del pueblo argentino a uno de sus mayores ídolos deportivos de todos los tiempos. Hubo multitudes, sí, pero sólo para quedar inmersas en la improvisación desde el punto de vista organizativo y en la prepotencia de quienes ostentan el poder entre las temibles barras que viven del fútbol y lo desprestigian.
En primer lugar habría que preguntarse si era necesario montar el velatorio de Maradona en la sede gubernamental del país, no porque el ex futbolista no mereciese ese homenaje, sino porque existía muy poco tiempo para preparar un operativo de seguridad capaz de neutralizar las intenciones mayoritarias de quienes consideraron que la mejor manera de despedir al ídolo transformando a la Plaza de Mayo y sus adyacencias en tribunas futboleras, lejos, totalmente, del clima de dolor y congoja que debía imperar ante las circunstancias.
Fue evidente que la organización de la seguridad no contempló la posibilidad de que semejante multitud pretendiese forzar el ingreso a la zona donde se encontraba el féretro de Maradona a medida que se acercaba la hora de finalización de su exposición. Si en el gobierno nacional estimaban la noche anterior al velatorio que podía esperarse la presencia aproximada de un millón de personas, se debía estimar que ese número de asistentes no podía ingresar en su totalidad al recinto de la capilla ardiente.
Queda claro que existió por parte del gobierno nacional la intencionalidad política de prenderse a la imagen del astro deportivo en un momento en el que la situación social y económica impacta negativamente en la imagen de las autoridades de turno.
La improvisación organizativa derivó en los hechos de enojo y violencia a los que recurrieron miles de asistentes y a la acción represiva a la que debió recurrir la policía metropolitana para evitar desmanes. Cabe preguntar: si supuestamente había un mando único de seguridad que nucleaba a fuerzas federales y metropolitanas, ¿con qué argumento el ministro del Interior hizo público un pedido al jefe de Gobierno Rodríguez Larreta solicitándole que las fuerzas porteñas cesaran en su accionar?
La Presidencia de la Nación decidió denunciar penalmente a las máximas autoridades de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires por los hechos de violencia registrados. Una decisión que parece desatinada y movida, principalmente, por la intención que tiene el kirchnerismo de embestir contra la gestión más sólida que tiene la principal fuerza de oposición en el país.
Y si resultase supuestamente tan grave el accionar policial porteño contra los manifestantes, ¿qué calificativo le podría caber a la invasión que sufrió la Casa Rosada cuando los operativos de contención fueron desbordados en medio del caos reinante? A la oposición le asiste el derecho de pedir una interpelación a los funcionarios allegados al presidente Alberto Fernández y responsables de dicha locura para que expliquen por qué la sede gubernamental del país estuvo expuesta durante un tiempo prologando al riesgo de un saqueo o de un daño profundo de sus instalaciones.