Desde que asumió, el presidente de la Nación, Alberto Fernández, viene prometiendo el envío al Congreso de una ambiciosa propuesta de reforma de la Justicia, con especial énfasis en el ámbito penal federal, de acuerdo con lo manifestado en distintas entrevistas con periodistas.
Los anuncios formales los efectuó ante la Asamblea Legislativa, tanto el 10 de diciembre como el 1 de marzo.
Las últimas apreciaciones del primer mandatario hacen suponer que la remisión de la propuesta al Poder Legislativo se hará cuando se reanuden normalmente las sesiones de ambas cámaras, hasta ahora limitadas por las medidas de prevención ante la pandemia.
En línea con lo expresado por Alberto Fernández, distintas voces del oficialismo coincidieron en todo este tiempo con la supuesta necesidad de reformar el funcionamiento de la Justicia.
La flamante interventora del Servicio Penitenciario Federal, María Laura Garrigós de Rébori, una ex jueza enrolada en la corriente judicial kirchnerista Justicia Legítima, sostuvo recientemente que la Corte Suprema “no funciona como debería”. “Parece del siglo pasado”, remarcó. Aclaró que no se trata de un problema de nombres sino de lentitud para resolver las causas, entre otras razones, por la insuficiente informatización en medio de la gran demanda de trabajo. La falencia se traslada casi automáticamente a las distintas instancias inferiores del Poder Judicial.
Paralelamente al envío del proyecto de reforma, el Presidente anunció que propondrá la creación de un consejo de expertos en temas judicailes para revisar dimensiones del Poder Judicial de la Nación, según lo expresado por Fernández. Estima que esos profesionales que sumarán opiniones a la discusión política en el Congreso pueden enriquecer la propuesta del oficialismo.
Debe reconocerse que la Argentina posee prestigiosos juristas independientes para aportar ideas al debate que se plantea, que busca, nada menos, que cambios importantes en uno de los tres poderes del Estado. Pero la puja ideológica que ha sufrido la Justicia durante los últimos años genera lógicas dudas sobre la independencia de criterios de quienes puedan ser llamados a integrar el referido cuerpo de asesoramiento.
Un debate de semejante envergadura debería darse por encima de la grieta ideológica que nos invade a los argentinos desde hace más de diez años.
Es inevitable pensar con alguna suspicacia cuando muchos de los que adhieren a la reforma ahora pensada, durante los años del gobierno anterior pretendieron instalar el criterio de la persecución política e ideológica a través de determinados jueces.
Así fue como se llamó presos políticos a quienes recibieron condenas por hechos de corrupción en la función pública pocas veces vistos en la historia argentina. Y algunos de esos condenados, en estos seis meses de la nueva gestión ya lograron beneficios en cuanto al cumplimiento de sus oondenas.
En conclusión, la anunciada reforma del sistema judicial, que seguramente es una cuenta pendiente de la democracia consolidada, es una gran oportunidad que tiene la clase política para zanjar diferencias inconsistentes y pensar en el bienestar ciudadano.