Casi todos los productos y servicios que los argentinos consumimos a diario dejaron de tener un valor único. Por el contrario, es común que haya varios precios de acuerdo con el medio de pago que cada quien elija.
Es una práctica que, claramente, va contra la ley. Pero es que ciertas leyes dejan de importarles a las personas en medio de un cuadro de alta inflación y de incertidumbre económica como el actual. Ya no nos movemos de acuerdo con la inflación pasada, sino en función de la expectativa que tenemos de inflación futura. Y esto alimenta una especie de profecía autocumplida: como todos creemos que en las próximas semanas la inflación se acelerará, actuamos en consecuencia; quien puede, ajusta los precios de lo que vende en función de ello, los que entonces suben, y así todos colaboramos con esa aceleración inflacionaria que sospechamos.
Si la inflación provoca ciertas anormalidades en el funcionamiento económico, cuando el mercado legitima conductas que se rigen por la mera inercia de las expectativas negativas, todo se agrava porque las transacciones dejan de responder a una lógica y los precios de las cosas pierden su condición de referencia general.
Esto es lo que ya está ocurriendo entre nosotros, al punto de que el costo de una compra cualquiera puede variar de acuerdo con la forma como la paguemos. En otras palabras, hemos traspasado un límite que debiera ser infranqueable: el precio de un producto o servicio tendría que ser siempre el mismo si se abona en un solo pago, en efectivo, con tarjeta de débito o de crédito, por transferencia bancaria o con una billetera virtual. Pero en la vida cotidiana esto no es así, porque al usar el sistema financiero hay ciertos costos y algunos diferimientos en el pago, que los vendedores ya no quieren asumir: por la incertidumbre, privilegian las operaciones en efectivo riguroso y trasladan el impacto del dispositivo financiero al comprador. Entonces, sobre los precios de venta que se observan en una vidriera, en realidad se pueden conseguir importantes descuentos o se tendrán que aplicar significativos recargos, según cómo uno esté dispuesto a abonar la compra.
Quien tiene el dinero en la mano puede conseguir interesantes descuentos: entre un 10% y un 20%, por ejemplo. En algunos casos, las transferencias bancarias pueden ser consideradas equivalentes. Pero, como el efectivo favorece la evasión, es la transacción que se privilegia. Ante las billeteras virtuales y las tarjetas de crédito, los vendedores tienden a practicar recargos equivalentes a los costos financieros que buscan evitar: el piso oscila entre un seis y un 10%, pero puede ser más alto. También están quienes se resisten, con variadas excusas, a la tarjeta de débito.
Por supuesto, las compras en cuotas sufren otros tipos de sobreprecios, bajo el argumento de que, en esas operaciones, se debe aplicar un interés para contrarrestar la inflación.
Cuando un mercado se comporta de este modo, la política no lo gobierna.